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José Steinsleger Escritor y periodista

Sarkozy: ¡detengan a Carmen y Esmeralda!

 

Para el Gobierno de Francia (país cuna de los derechos del ciudadano y del racismo científico), el errar por el mundo sin empleo y domicilio fijo de los gitanos (o pueblo rom) equivale, una vez más, a tomarse la libertad demasiado en serio. Pero los gitanos empezaron a deambular (y no por propia voluntad) cuando Francia no existía como nación.

Sin una cultura escrita que haya esclarecido sus orígenes con precisión, los pueblos rom llevan mil años cargando de un lado al otro con sus bártulos, y con lo que más les pesa: el halo de miedos y prejuicios que todas las sociedades, religiones, culturas y regímenes políticos les han guardado.

Los historiadores consagrados, apenas los han nombrado. En el acucioso estudio del mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1.800 páginas), Fernando Braudel les dedica, a pie de página, un solo renglón que habla «...del trato dado a los gitanos españoles enviados a galeras, no a causa de un delito, sino de la necesidad que había de gentes por el remo».

Acorde con los prejuicios de la época, Cervantes narró la historia de amor entre Preciosa y un joven de la nobleza que decide comprar a la niña, raptada y criada por una «vieja gitana llena de malicia». Y Shakespeare, más indulgente, introdujo a los gitanos en cinco de sus obras: «Calibán», «Como gustéis», «Romeo y Julieta», «Antonio y Cleopatra» y «Otelo».

A inicios del siglo XIX, cuando en el Sacromonte de Granada, entre los gitanos andaluces empezó a difundirse el arte flamenco o gitanoandaluz que venían perfeccionando desde el siglo XV, se produjo un sobresalto. Fusión de la voz, la guitarra y el cuerpo que, años después, consagrarían al par de mujeres más conocidas de la cultura gitana: Esmeralda y Carmen, mujeres de leyenda.

Esmeralda (Víctor Hugo, «Nuestra señora de París», 1831), y Carmen (Prosper Merimée, 1845) fueron algo más que simples personajes de leyenda en la literatura romántica. Fueron una explosión: la revelación de lo que las mujeres anhelaban para sí, chispeantes de ingenio, siempre riéndose de los hombres y de la vida, y que, por encima de todo, aman la libertad.

Sensualidad recóndita que Sor Juana intuyó en su favorito y extraño poema «Primero sueño», y que la gramática masculina de la Real Academia castigó con la definición de «gitanada» o «gitanear»: engaños con que suele conseguirse lo que se desea.

En el fondo, anhelo de libertad que José Martí percibió así: «Dejan en la memoria los gitanos los colores de un sueño brillante... Como que persigue el gitano sin conciencia un ideal que no ha de hallar jamás» («Entre flamencos», 1883).

En «El amor brujo» (ballet, 1925), y «Bodas de sangre» (teatro, 1933), los andaluces Manuel de Falla y Federico García Lorca sublimaron la tragedia de los gitanos. Tía Añica La Piñaraca, famosa cantautora andaluza, decía de su arte: «Cuando canto a gusto, me sabe la boca a sangre».

Temidos, expulsados, explotados, esclavizados, marginados, dispersos por el mundo, los pueblos rom supieron conservar su cultura y una férrea tradición de hábitos y costumbres que, para sobrevivir, no podían sino ser muy conservadoras.

A pesar de las durísimas condiciones de vida, los gitanos dieron al mundo personajes famosos: actores (Charles Chaplin, Yul Brynner, Michael Caine); guitarristas de jazz, rock y flamenco (Django Reinhardt, Ron Wood, Camarón de la Isla, Tomatito), bailaoras (Carmen Amaya); baladistas (Sandro, Diego El Cigala), Augusto Krogh (premio Nobel de Medicina, 1920). ¡Hasta William Clinton se jacta de ser sobrino tataranieto de Charles Blythe, rey de los gitanos de Escocia (1847)!

Algunos estudiosos asocian al pueblo gitano con los hebreos. Sin embargo, los gitanos no se rigen por libros sagrados, no reclaman territorios, no predican el nacionalismo y tampoco han formado grandes grupos financieros.

Los gitanos representan a una de las comunidades más inofensivas y pacíficas del mundo, y sus ideales figuran en la bandera que adoptaron en 1971: azul arriba (el cielo del país que los cobija), verde abajo (el territorio que pisan), y una rueda en el medio que simboliza el nombre de su himno: «Guedem, guedem» (anduve, anduve).

Por su fragilidad material y política, los pueblos rom han sido el perfecto chivo expiatorio del racismo y el neofascismo que hoy encarnan gobernantes de la Unión Europea como Silvio Berlusconi y Nicolas Sarkozy. O personajes como la inglesa Viviane Reding, quien preside la «Comisaría para la Justicia y los Derechos Fundamentales de los Ciudadanos Europeos» (sic).

En abril último, la señora Reding calificó de «inaceptables las discriminaciones padecidas por esa minoría étnica» (que no se dignó nombrar). Luego (muy british ella), rectificó diciendo que «no estaba ni a favor ni en contra de las propuestas francesas». O sea, la expulsión de los gitanos del país de la «tolerancia».

Nada nuevo. Los reyes Luis XII (1504), Francisco I (1538) y Carlos IX (1560) echaron a los gitanos de Francia, y a inicios de la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Vichy siguió con la tradición. Internó a 30 mil gitanos y entregó a los nazis 15 mil que acabaron en los hornos crematorios.

© La Jornada

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