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CRíTICA Quincena Musical

100 años después sigue dando de qué hablar

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Mikel CHAMIZO

Poder ver la coreografía original de Nijinsky para “La consagración de la Primavera”, rescatada y cuidadosamente reconstruida por Millicent Hodson, fue algo de un extraordinario interés arqueológico y artístico. Ya se habían realizado antes varios acercamientos a esta mítica coreografía, pero éste que nos ocupa parece ser el más fidedigno hasta la fecha, también por la milimétrica reconstrucción de escenografía y vestuario. Y por fin, tras ver este espectáculo en pleno siglo XXI, uno puede comprender que los aficionados al ballet que asistieron a su escandaloso estreno hace casi 100 años se volvieran ‘un poco majaretas’. Aun hoy sigue pareciendo algo originalísimo, así que en 1913 tuvo que ser un bofetón a mano abierta a todas las tradiciones de la danza.

Parece que Nijinsky quiso incidir aquí en todo lo que estaba mal visto en el ballet clásico: desde caminar y bailar con los pies torcidos hacia dentro; repetir movimientos de forma espasmódica, sin variaciones; o crear formaciones de bailarines que bailan para sí mismos, no para el público, todo en esta coreografía parece querer llevar la contraría a lo que era usual en aquella época. Pero aunque estos rasgos son ardientemente originales y pioneros de las nuevas tendencias de la danza, la creación de Nijinsky presenta también algunos problemas bastante graves. Primero, que el catálogo de movimientos que Nijinsky tuvo que inventar es, en ocasiones, un tanto naïf. Hay gestos o flexiones que, al ser repetidos una y otra vez, parecen más dignos de una clase de gimnasia de mantenimiento que de una creación coreográfica. El desarrollo dramático también resulta un tanto falto de complejidad. Las formaciones en círculo pueden ser simbólicamente potentes, pero en un momento dado empiezan a verse como un recurso recurrente en exceso. Al margen de eso, el gran handicap de esta coreografía es que es extraordinariamente difícil de bailar. Parece que Nijinsky hubiera diseñado toda la gestualidad pensando en sus propio lenguaje expresivo como bailarín, particularísimo. Es como si hubiese expandido el “Preludio a la siesta de un fauno”, una de sus creaciones más conocidas y que él mismo interpretaba, para ser bailado por cuarenta faunos. Obviamente, los miembros de Les Ballets de Monte-Carlo no son cuarenta Nijinskys, y aunque hicieron un trabajo admirable, había muchos momentos en que no podían coordinar a la perfección los movimientos fugaces y violentos que les exigía la coreografía. Si esto resultó así con la perfección técnica de los bailarines de hoy en día, qué no pudo pasar el día del estreno en 1913. Aun así, la velada fue de un interés excepcional para cualquier amante del ballet y de la música.

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