GARA > Idatzia > Iritzia> Gaurkoa

Aitxus Iñarra Profesora de la UPV/EHU

La vida desdeñada

Tras mirada instrumental de la que parte la relación de los humanos con los animales subyace la antigua idea teocéntrica que sitúa al hombre en el centro de la creación, según explica Iñarra, quien considera que «la idea de superior e inferior» tiene como base la jerarquización, «patrón habitual que funciona en la manera dual de concebir el mundo», y cuyo resultado es «la segregación entre los mismos humanos, y entre éstos y el resto de las especies». Esa ideología, afirma la autora, es utilizada por quienes niegan la posibilidad de reconocer a los animales derechos que se reconocen a los humanos.

Los textos de las más antiguas tradiciones recogen relatos que expresan las emociones encontradas que el ser humano experimenta ante la vida del otro, es decir, ante la vida. He aquí un ejemplo.

En el bosque habita un enorme lobo que se come a las personas como tú. No salgas al bosque, no salgas por lo que más quieras, dijeron ellos. Pero la muchacha salió al bosque y, como era de esperar, se encontró con el lobo. Éste había caído en una trampa y su pata había quedado atrapada en un cepo. Le pidió ayuda. «¿Como sé yo que no me vas a hacer daño?, ¿cómo sé yo que no me matarás y me dejarás reducida a los puros huesos?», le preguntó. «Mala pregunta -dijo el lobo-. Tendrás que confiar en mi palabra». Ella abrió la trampa, y envolvió la pata con hierbas medicinales y plantas. Entonces le dijo: «Bueno, ahora ya puedes matarme; anda, terminemos de una vez». Pero el lobo le alargó la pata y la apoyó en el brazo. «Soy un lobo de otro tiempo y lugar -dijo y, arrancándose una pestaña del ojo, se la entregó-, úsala y procura ser sabia. De ahora en adelante sabrás quién es bueno y quién no lo es tanto. Mira a través de mi ojo y lo verás todo con claridad».

En este relato de C. Pinkola el lobo y la muchacha conversan, y entre ellos se produce un intercambio. Ella le libera de la trampa. El lobo, por su parte le transmite una facultad de la que carece: la lucidez para distinguir el bien del mal.

Siempre ha sido muy intensa y variada la relación del humano con el animal. Pero esa relación ha partido generalmente de una mirada utilitaria, instrumental, desvitalizadora. De ahí su esclavización y trato en función exclusivamente de su valor de uso. En este sentido, el animal no existe ni puede existir como el otro, sino más bien, como cosa: instrumento de trabajo, alimento, espectáculo. En el mejor de los casos cumple la función de compañía. Sólo cuando establecemos comunicación con él, puede convertirse en un amigo.

Sin embargo, no debe extrañar la vigencia de la vieja mirada, pues todavía subyace arraigada la antigua idea teocéntrica según la cual dios padre puso al hombre en el centro de la creación. Del varón extrajo a la mujer y subordinados a ellos quedaron el resto de las demás especies animales. Una jerarquía de creación de la que se desprende que la naturaleza debe ser gobernada por el ser humano explotada a su conveniencia.

Esta idea de superior e inferior ha ido generando diversas ideologías y maneras de pensar. Tiene como base la jerarquización, patrón habitual que funciona en la manera dual de concebir el mundo, y que da como resultado la segregación entre los mismos humanos, y entre éstos y el resto de las especies. Una muestra de ello son las relaciones asimétricas, que llevadas al extremo, desembocan en las relaciones de dominio. La historia de la humanidad está colmada de ejemplos de ello. Tal es el caso, todavía hasta hace poco, de la ideología etnocentrista que ponía en el centro al hombre blanco, pues el otro, -el no hombre y no blanco- era considerado una subespecie. A nivel teórico se plasmó en la teoría de la recapitulación del siglo XIX, que, tal como comenta S. J. Gould en «La falsa medida del hombre», se utilizó como teoría general del determinismo biológico. Desde esta perspectiva, todos los grupos: razas, sexos, clases «inferiores» fueron comparados con los niños varones blancos.

Esta ideología de la jerarquización es la que sostienen quienes dicen que no es posible reconocer a los animales unos derechos que pertenecen en exclusiva al humano. Sin embargo, sabemos bien que esto no ha sido siempre así, pues no todos los humanos han tenido ni todavía son sujetos de los mismos derechos. Éstos que emanan de los diferentes códigos éticos, cuya naturaleza es cambiante y dinámica, se han ido extendiendo, afortunadamente, en las distintas culturas y partes del planeta. Tal es el caso de la anulación de la esclavitud o de la equiparación de los derechos de la mujer con el hombre, de los homosexuales, etc.

La norma que sitúa la frontera de la ética frente (contra) la vida no humana, cuando se acompaña con el desmedido deseo de la obtención del beneficio, deja el espacio abierto para que se puedan producir toda clase de despropósitos en el trato con los animales. Ejemplos hay muchos, pero no olvido el comentario de satisfacción de la dueña de una granja de cerdos por la eficaz tecnología de las cámaras de vídeo, que permitían saber cuando moría uno de ellos, para poder recogerlo inmediatamente, pues el animal, ya muerto, no podía caer al suelo por falta de espacio.

Seres humanos y animales participamos de la misma naturaleza animada e instintiva. El problema surge cuando el humano pierde el contacto con la naturaleza, y mercantiliza al otro, no humano. Aquél finge frente al animal que se revela tal cual, y se relaciona con éste desde una racionalidad abstracta, cargada de indiferencia y utilitarismo que anula su propia sensibilidad hacia lo vivo y lo natural.

Retomamos del Génesis la imagen mítica del diluvio cuando Dios dijo a Noe: «Y de todos los animales de toda carne meterás dos en el arca; para que vivan contigo: macho y hembra. De las aves y de las bestias, y de todo reptil de la tierra, según su especie: dos de cada uno entrarán contigo para que puedan vivir. Tomarás pues contigo de todo aquello que se puede comer, y lo llevarás contigo y servirá tanto a ti como a ellos para que comáis».

La construcción del arca ante la inminencia de la catástrofe nos presenta al ser humano y al otro -los animales- compañeros distintos, pero juntos y necesitados el uno del otro en la misma nave de la supervivencia. La metáfora del arca salvadora nos es útil para visualizar, por un lado, el contexto actual de destrucción de la naturaleza, es decir, de lo vivo. Por otro, para verificar que individuo y animal son partes inherentes a un sistema que llamamos vida, el cual resulta incomprensible desde una mentalidad motivada por el interés económico o desde una concepción ética rígida que proviene de ideas culturales cada día más obsoletas. Un sistema, en definitiva, en donde las partes, es decir, los seres sensibles, están interconectados y, por lo tanto, en interdependencia en la experiencia de la supervivencia y sostenibilidad del ecosistema del planeta.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo