Víctor Moreno escritor y profesor
¿Religión y política? No, gracias
Me dice un amigo que la izquierda anda repensando en remendar sus girones de identidad históricos para ver si encuentra un traje a la medida de los tiempos que, más que correr, vuelan. Y que algunos cristianos bienintencionados consideran que la religión puede ser su tabla de salvación. Por ello, han decidido aportar gratuitamente sus reflexiones para que de este modo, aplicadas como cataplasma a la enfermedad intrínseca de la izquierda, salga la pobre amejorada y estupenda.
Y es que, según estos cristianos, la religión tiene mucho que decir en este envite dialéctico. Ahora bien: ¿Tiene algo que aportar la religión a la política, además del «alma» como peroraba en tiempos el obispo integrista García Gasco?
Como diría jovialmente Jack el Destripador, vayamos por partes.
En mi opinión, la religión no tiene nada que aportar a este debate. La religión no es de este mundo. Las categorías que manipula la religión en su particular cocina son engrudos transcendentales, metafísicos, que acaban embrollándolo todo con martingalas del más allá para mejorar, dicen, el más acá, pero lo que consiguen es convertir la misma religión en una fuente de conflictos nacionales e internacionales.
La gente para ser comprometida y buena no necesita practicar ninguna religión concreta. Y menos la religión católica, que ha sido, históricamente, una infamia y ciénaga de desdichas universal. Las religiones se inventaron para dar un sentido a la vida y lo que han hecho es amargar la existencia, no sólo de los creyentes, sino de sus prójimos.
Dios no pinta nada en la configuración determinada y concreta de la izquierda, a no ser que sea una prolongación directa del evangelio, lo que en mi opinión sería un oxímoron, una contradicción mayúscula. Confiar en que la religión devuelva a la izquierda un vigor que tiene perdido desde que Lenin se convirtió en momia es un chiste muy, pero que muy malo. Como la izquierda se deje guiar por estos apóstoles del cristianismo acabará todavía más despistada que lo que dicen que está ahora. O quizás lo esté porque sus directivos siguen vistiendo zurcidos antiguos de un clericalismo no superado.
Y no es que la religión sea incompatible con la izquierda. No. Es incompatible con cualquier política enraizada en este mundo, responsabilizada de organizar y dar sentido a la vida cotidiana de la gente. La religión, dada su dimensión teocrática, es radicalmente venenosa para la organización democrática de la sociedad. La religión es enemiga de la libertad y de la masturbación, es decir, de la autodeterminación individual en cualquiera de sus manifestaciones.
Si el cristianismo tiene algo que aportar, que se lo guarde para sí mismo, que falta le hace, dada la bajada de moral que ha sufrido durante estos últimos años. Además, ¿por qué no echar mano de las aportaciones del ateísmo, del escepticismo o del situacionismo? Y ya puestos a dar ideas, ¿por qué no pensar en las estupendas contribuciones que el budismo puede aportar a una redefinición de las izquierdas?
Todo lo que centrifuga la religión lo convierte en materia del más allá. Lo lleva en los pliegues metafísicos de su doctrina tan excelsa como falsable. Y no se piense que tengo especial inquina a la religión católica. Bueno, igual sí, pero quiero decir que todas las religiones son igual de demenciales en su afán totalitario y prosélito. La mejor religión es la que no existe. Recuerden que el cristianismo en cuanto se puso en marcha comenzó a corromperse intrínsecamente, si es que ya no lo estaba desde el huevo.
Los cristianos, en lugar de tratar de roturar los caminos por los que debería deambular la izquierda, tendrían que preocuparse de lo que pasa en su casa, la cual parece estar habitada por personajes parecidos a los del cuento de «La casa de Usher», de E. Allan Poe, aquellos hermanos Roderick Usher y Lady Madeleine, aquejados de un mal que bien podríamos calificar de goético y metafísico. Como no es mi intención agriar el optimismo de los cristianos, omito indicar cómo termina el cuento del genio americano.
Sinceramente: a estas alturas, me da lo mismo qué tipo de confitura intelectual sea la religión cristiana. Me es indiferente que se diga que es ideología, teología, antropología, soteriología o un puré patafísico. Cuando les interesa, dicen que es hasta mensaje salvífico. Y, por supuesto, la doctrina más excelsa que haya existido.
Y, naturalmente, una vivencia. Claro que sí. Como lo es el ateísmo, el sexo oral y la espatulomancia. ¿Qué actividad de las que realiza el ser humano no puede vitolarse con la etiqueta de vivencia e histórica? Pero de esta evidencia de Pero Grullo no se deriva per se ninguna consecuencia positiva para la ciudadanía. No quiero ser impertinente, pero ¿cuántas de las vivencias cristianas de Rouco y sus hermanos no han terminado en una despiadada crítica contra quienes no piensan en cristiano?
La dimensión sociopolítica no es inherente al cristianismo ni a ninguna religión. Son los cristianos quienes han decido convertir el mensaje del Nazareno en una especie de catecismo adaptable según las circunstancias, utilizando como plastilina coyuntural sus bienaventuranzas. En lo que sí acierta el cristianismo es en afirmar que se trata de una instancia crítica permanente de lo real. Sobre todo cuando lo real se llama democracia, soberanía popular, estado de derecho, inmanencia, código civil, matrimonios homosexuales, ley del aborto, laicismo y ateísmo.
Nada extraño si se considera que el cristianismo oficial -que es el que cuenta a efectos de doctrina- se pasa por la piedra bautismal de su ortodoxia a todos los que disienten, precisamente por ser críticos con Ratzinger, Rouco y Bertone.
Además, y ya puestos, ¿qué doctrina humanista no es crítica con la realidad? No entiendo por qué el cristianismo ha de ser superior en esa dimensión crítica de lo real que a lo escrito, pongo por caso, por Epicuro.
En cuanto al laicismo, convengamos en que es una necesidad higiénica y profiláctica. El laicismo no es milonga que canten sólo los ateos. El laicismo no es una doctrina, sino perspectiva mental en la que se sitúan tanto los creyentes como quienes practican el aerobic de cualquier postura frente al misterio: ateos, agnósticos, escépticos y creyentes, sean de izquierdas y derechas. Todos, menos los aquejados por un fundamentalismo integrista que todavía siguen suspirando en un modelo de Estado diseñado por un clon de Constantino.
El laicismo no es anti o arreligioso. Ni, por lo mismo, retrógrado o progresista. El laicismo es pura geometría espacial, y lo único a lo que aspira es a que la Iglesia ocupe el lugar que le corresponde por mandato divino o el Levítico, y, por tanto, se haga mayor y capaz de quitarse y ponerse los pañales por cuenta propia sin necesidad de echar mano de la criada del Gobierno. La Iglesia de hoy da grima. Tacha al Gobierno actual de ser la encarnación coriácea del diablo, pero no tiene escrúpulo alguno en aceptar sus limosnas.
Desgraciadamente, ser católico sigue siendo tentación que superan cantidad de buenas personas, inteligentes y razonables, cayendo en ella. Lo digo porque el catolicismo, como doctrina y empuje vital, no ha traído nada bueno a este país. Sí, lo sé. Ha habido estupendos católicos en esta vida. Pero es sabido para qué están las excepciones: para poner a prueba la regla, no para confirmarla.
Puede parecerlo, pero no es así. No parto del a priori de que la izquierda tenga que ser atea aunque, para mi gusto y comprensión del hecho sociopolítico, ojalá lo fuera. Atea y, en los tiempos que corren, incluso anticlerical y, por supuesto, laicista, radical e intransigente. Lo que no negaré es que, quien quiera mantener relaciones con la familia de Dios, Padre, Hijo, Espíritu Santo o la Virgen María lo siga haciendo. Eso sí, en la parroquia o en su propia casa. Pero nunca en la esfera pública. Lo diga Habermas o su primo Ratzinger. Si lo hacen, la desvirtúan. Desvirtúan la política, sea de izquierdas o de derechas, y desvirtúan la religión cristiana, la practique Rajoy o Bono.