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Ainara Lertxundi Periodista

Nunca es tarde para volver a Coppelia

David y Diego se conocieron en Coppelia, «la Catedral del Helado» de La Habana. El primero, militante de la Unión de Jóvenes Comunistas y estudiante de Ciencias Sociales. El segundo, un artista homosexual. Dos personas que, a primera vista, nada tenían en común. Sus vidas discurrían por caminos bien diferentes hasta que se cruzaron. El sentimiento de rechazo de David dominó aquel primer encuentro. Aún no sabía que aquellas dos copas de helado, una de chocolate y la otra de fresa, cambiarían el rumbo de su destino y de su posición respecto a «esos afeminados, el hazmerreír de todos».

En su carta de presentación, Diego se declaró «maricón, religioso», y confesó haber tenido «problemas con el sistema». «Ellos piensan que no hay lugar para mí en este país, pero de eso nada; yo nací aquí; soy, antes que todo, patriota y lezamiano, y de que aquí no voy ni aunque me peguen candela por el culo. Los vecinos me vigilan, se fijan en todo el que me visita», le dijo a un atónito David, que no dudó en cambiar el carnet rojo de militante de un bolsillo a otro para dejar las cosas claras. Ambos tuvieron que superar muchos prejuicios y habladurías hasta consolidar una sincera amistad, sellada con un emotivo abrazo, símbolo de la unión de dos mundos hasta entonces ajenos y, en cierta forma, enfrentados.

En su despedida, David le prometió que defendería a «capa y espada al próximo Diego que se atravesara» en su camino, aunque nadie le comprendiera, y que no se iba a sentir «más lejos de mi espíritu y de mi conciencia por eso, sino al contrario». A su vez, Diego le pidió que no dejara de ser revolucionario porque «la Revolución necesita de gente como tú».

Los directores cubanos Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío les dieron vida en «Fresa y Chocolate». Casi veinte años después, el líder de la Revolución ha reconocido la injusta discriminación de los homosexuales, disculpándose por no haber reaccionado a tiempo. Una autocrítica poco común en los tiempos que corren, y menos aún por parte de la clase dirigente. Pero nunca es tarde para aprender de los errores.

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