Seguimos siendo amigos de John Sayles, a pesar del resbalón que supone su última película en una hasta ahora infalible filmografía. Es difícil acertar a entender lo que ha podido ocurrir durante el rodaje en Filipinas, pero está claro que algo ha salido mal y es posible que tenga que ver con la escasez de medios.

A «Amigo» le falta producción por todos los lados, porque no basta sólo con querer desenterrar un episodio histórico, hace falta también contar con una mínima base para la recreación bélica. Aunque hay contadas secuencias de acción están muy mal rodadas, sin que la parte dramática compense la endeblez de la escenificación de las escaramuzas armadas entre la guerrilla filipina y un destacamento del ejército de los EE.UU. Por contra, abundan los diálogos, dichos por los nativos en tagalo y por los invasores en inglés, con el añadido del castellano para el sacerdote y los guardia civiles que bien podrían ser aquellos «últimos de Filipinas» de la película patriotera de Antonio Román. Quitando la solvente interpretación del habitual Chris Cooper en el papel del coronel yanqui, el resto de los actores que visten el uniforme militar nunca consiguen que su relación con los isleños resulte creíble.

La intención de Sayles es clara y consiste en establecer una pauta de actuación en la política exterior norteamericana, trazando una conexión entre la guerra colonial en Filipinas y campañas posteriores como la de Vietnam, o la más reciente de Irak. Los elementos objetivos están ahí y el discurso no admite contestación, salvo porque el cineasta no encuentra el tono narrativo y opta por un costumbrismo pintoresco que le resta fuerza al mensaje político. La historia de amistad entre el teniente de los «casacas azules» y el alcalde del pueblo de San Isidro, en Luzón, ofrece una visión muy paternalista de lo que era la inestable coexistencia de los soldados y la población civil en las colonias sublevadas entre finales del siglo XIX y principios del XX.