La película experimental de Jose Mª de Orbe va un paso más allá de la decadencia viscontiana, porque en “Aita” la aristocracia ya ha desaparecido y lo único que quedan son los muros que sostienen en pie su antiguo patrimonio, sin rastro alguno del pasado esplendor. Quienes habitan su interior desocupado son fantasmas del presente, visitantes ocasionales que se pasean por sus estancias y pasillos solitarios, conscientes de que nada de lo que alcanzan a ver sus ojos en medio de la penumbra les pertenece. Tampoco se atisba sentido alguno de la propiedad en el propio cineasta, que traduce el concepto de lo hereditario al arte de la pura contemplación. Admira el palacio de Murgia, todo un misterio para los habitantes de Astigarraga, como si estuviera de paso, como aquel que se acerca al panteón familiar para decir unas palabras en voz baja a los antepasados cuyos restos allí reposan, sabiendo que lo que está haciendo, en realidad, es hablar consigo mismo.

El cine no narrativo busca emocionar al espectador a través de la poesía visual, y «Aita» proporciona un tipo de espectáculo intimista en sintonía con el maestro Alexander Sokurov y «El arca rusa», obra dedicada al museo Hermitage, que antes fuera Palacio de Invierno zarista. La idea del palacio-museo está muy presente en «Aita», donde las puertas y los marcos de las ventanas son como cuadros abstractos, y donde sobre las paredes se proyectan películas mudas de los años 20 rodadas en Euskal Herria.

Esas imágenes descompuestas se asemejan a la pintura de Sistiaga sobre los fotogramas, junto a una representación del espacio vacío acorde con los postulados de Oteiza. La impresión de la visita guiada la refuerza el grupo de una ikastola que sigue las explicaciones de la andereño, del mismo modo que el asalto nocturno de unos gamberros provoca la aparición de fotos y cartas fuera de sus cajas. El guarda del palacio y el cura de la Iglesia sienten más respeto por este refugio silencioso, ideal para charlar como buenos vecinos.