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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Carta de un anciano expoliado

El autor reivindica las responsabilidades de gobierno para los ancianos, y lo argumenta con el plus de «sensatez y prudencia» que evita los «furores intempestivos» y la «adicción legislativa» propia de la juventud. Analiza los «daños, dolores y escaseces» que sufren los ancianos, así como a sus causantes, para finalizar llamando a «salir masivamente a la calle».

Hace ya mucho tiempo que solicité, sin ningún resultado, claro está, que para ser ministro habían de tenerse al menos setenta años, pesar algo más de noventa kilos y no acudir al ministerio hasta las doce de la mañana o, aún mejor, a la una del mediodía. Repetiré ahora, sumariamente, la argumentación para demandar estas benéficas condiciones. La edad suele conceder sensatez o cierta ociosidad, que tampoco es mala cosa a fin de pensar los asuntos con alguna reiteración y filantrópica prudencia. El peso corporal otorga bonhomía y evita furores intempestivos, a no ser que se sea un loco suelto a edad provecta, realidad infrecuente que convierte al viejo en un joven simplemente arrugado. Y, lo último, aparecer tarde por el despacho, ya que restringe mucho la adicción legislativa propia de la juventud, lo que acostumbra a ser beneficioso para el país, que normalmente no precisa tantas leyes si el individuo ha de regirse por el grato sentido común, que tanto favorece a la ciudadanía. Hoy vuelvo al tema para añadir algunas razones a estas peticiones que no son singulares ni disparatadas.

Si no estuviéramos en manos de alocados jóvenes ministeriales o de aparentes maduros, pero en plena inmadurez, los ancianos no sufriríamos los daños, dolores y escaseces que sufrimos. Una persona sensata sabe perfectamente que los ancianos hemos sido expropiados de nuestras propiedades sociales, pues hasta las más pequeñas cosas han sido hechas con nuestro esfuerzo en época de vigor, como nuestros mayores hicieron a su vez lo que está ahí para disfrute de quienes nos han expoliado.

O sea, que se nos ha arrebatado la propiedad de nuestro trabajo y a cambio se nos entrega, con mucha y barroca verbalidad, una modesta pensión a modo de limosna para animarnos aún más a la muerte. Yo creo que se trata de un genocidio cometido con el arma de la contabilidad. Al menos es una forma de expulsarnos de la vida envueltos en la sábana del Boletín Oficial del Estado o Gaceta de Madrid. A conseguir esta reducción de plantilla colaboran muchas instituciones, en apariencia caritativas, como el Inserso, que con sus excursiones para longevos les llevan insidiosamente a escalar torres catedralicias y subir a castillos alzados o villa cumbreñas, con la disculpa de observar su magna arquitectura o las bellezas ópticas pertinentes, con lo cual, al regreso de tales viajes suelen hocicar definidamente no pocos ancianos que retornan rendidos también por los bailes y el chorizo mostrenco a que les convidan. La conspiración es infinita.

Todo, pues, menos abonarnos la cantidad que nos deben no como jubilados -no veo el jubilare- sino como accionistas de la empresa social que, mejor o peor, hemos conseguido sacar adelante. Porque los ancianos, señores ministros, somos accionistas, entre otros muchos bienes, de los edificios ministeriales que ustedes ocupan con tanto personal a su servicio. Esos edificios no se nos pagan, juntamente con otras cosas, como embalses, carreteras o ferrocarriles, con la esclerótica cantidad que ustedes nos ofrecen bajo el apelativo insultante de pensión. Si la vida que nos ofrece el capitalismo fuera ciertamente la única admisible los trabajos que se van culminando serían contabilizados con honestidad para traducirlos en acciones al portador, que poseeríamos los que ahora nos vemos reducidos a la sopa de fideos sin sacramente alguno, además, porque muchos médicos también suelen colaborar a este fraude de vida bajo el pretexto de que las grasas desfavorecen las arterias, como si uno no tuviera derecho a suicidarse con un solomillo con pimientos. Conservarnos hechos un andrajo vital es un delito de asesinato y de el deberían entender unas cortes marciales con sentencias de fusilamiento al amanecer.

Señores del Gobierno -y ya ven que observo el injusto ceremonial-, ustedes han de respetar la personalidad de ciudadanos que tenemos los que hemos alcanzado, para nuestro infortunio, la vejez hiriente en tantos aspectos. ¡Somos accionistas de la gran empresa social! Y eso imprime carácter. Lo mismo que el Sr. Botín, que ahora se defiende ardidamente ante un posible impuesto sobre la riqueza financiera -dice que para poder servirnos mejor a nosotros- es y será accionista de su colosal Banco hasta que mueran no sólo él sino los hijos de sus hijos y los nietos de sus nietos, subespecie de que ellos crean la riqueza que nos facilita a todos los menguados euros que nos dan de vez en cuando para que lleguemos con vida a la comida siguiente. ¡Somos ciudadanos!, como ustedes recuerdan cada vez que desembalan las urnas para que depositemos en ellas una papeleta que sólo sirve para convertirla en bandera corsaria para que luego hagan filibusterismo con ese trapo durante cuatro años o aún más, como demuestran los Sres. Aznar y Zapatero, que discuten siempre quien será el mejor para conducirnos al matadero de los poderosos bancarios.

Si los viejos no estuviéramos derrengados por razones hormonales y por un cansancio que demanda la liberación final constituiríamos un partido numeroso con el «no» por bandera para decirles que Gobierno que se escape al control del propio barrio o, a lo más, del propio pueblo, es un arma de destrucción masiva. Pero los viejos sólo aspiramos, aunque digamos lo contrario, a morirnos con una cierta diligencia a fin de evitarnos ir a pagar con urgencia la luz y el agua para que no nos corten el suministro, mientras ustedes, los gobernantes, proceden a encarecernos estos bienes para ayudar a las grandes empresas que se han apoderado de los bienes naturales para ponerles encima el sello de propiedad. La sacrosanta propiedad que ya alcanza no sólo al suelo que nació libre sino a la luz, al agua y al mismo aire, con el grosero y simplón argumento de que sólo el talento de los empresarios puede poner en pie la naturaleza para que rinda el mejor fruto para los que como yo no acaban de ver ese talento que se supone a tan infausta minoría. ¡Patio de Monipodio es esta sociedad en la que nos tienen presos de mil maneras! Nunca tan pocos han hecho daño a tantos.

A mí ustedes tienen que devolverme, y lo devolverán, no les quepa la mayor duda, como decía Pepiño de Betanzos, todo lo que han venido arrebatando al común desde que alguien inventó, ya en la antigüedad greco-romana, que solamente la esclavitud producía el diferencial económico que servía para abonar el rico paño de las túnicas senatoriales. Y no me vengan ahora a desmentir con Premios Nobel de economía y otros manipuladores punibles, que esto que digo es una simpleza. Insultos, ni uno más. Ya estoy harto de que ustedes acudan a Santiago de Compostela adornado el sayo con una vieira que después solamente ustedes pueden degustar en el gran restaurante correspondiente. Rechazo la vieira del falso creyente y la Constitución del pirata. Aquí hay que hacer cuentas o mandarles a ustedes al destierro de los miserables. Los viejos deberíamos salir masivamente a la calle para enfrentarnos a quienes están armados para la represión. A ver si alguien era capaz de mandarnos al tanatorio a unos cuantos. Además, sería vergonzoso que esos cadáveres fueran devueltos luego a las familias. Yo soy partidario de que los caídos en la revuelta para liberar a lo débiles de ánimo sean sentados en una silla los jueves a la puerta de la casa, que es el día en que al menos aquí, en Madrid, el Ayuntamiento recoge los muebles viejos. Los gastos al municipio. Sin sangre no hay libertad, desgraciadamente. Lo escribe la historia.

Señores gobernantes: si yo hablara con la rica lengua de mi abuelo les diría que son ustedes unos vainas. Pero como no tengo para la fianza...

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