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Cuatro historias tras las imágenes de un Afganistán «en pie de guerra»

Sergio Caro expone en Iruñea. Su rostro es menos conocido que el del periodista de Artaxoa David Beriain, pero él es quien le filma desde detrás de la cámara en sus viajes a Colombia o a Afganistán. Se ha visto arrastrado al vídeo, pero no ha dejado de cultivar la imagen fija. Junto con Beriain ha viajado todos los años a Afganistán desde 2006, para estancias de entre uno y tres meses. La Ciudadela acoge 74 instantáneas de ese trabajo.

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Aritz INTXUSTA

Caro es grandote, de risa fácil. Nació en Madrid pero tiene acento sevillano, el de la ciudad donde se crió. Viajó a Afganistán en 2006 de la mano de David Beriain. El periodista de Artaxoa llevaba desde 2001 visitando el país todos los años y contagió su obsesión al fotoperiodista. «Hemos acudido siempre a los mismos lugares, hablando con la misma gente y así hemos podido observar cómo han ido cambiando los discursos», explicó ayer Caro para excusarse, ya que «contar lo que pasa allí es complicado, porque no lo entiendo».

Su exposición de 74 imágenes y tres vídeos, que ha llegado a Iruñea gracias a IPES, se centra en la población civil, en la mujer, en el opio, en los niños, aunque también se ha reservado un hueco para las fuerzas ocupantes. Sólo hay un retrato de un talibán. «Confío en que la gente mire y vea qué se cuece en las calles, porque los protagonistas de esta historia no se encuentran en ningún despacho». El fotoperiodista ha elegido para nosotros cinco fotografías que ilustran cuatro historias afganas. Explica cómo se tomaron esas imágenes y así saca en parte del anonimato a los seres humanos que captó a través de su cámara fotográfica. Su trabajo estará expuesto hasta el día 17 en la Sala de Armas de la Ciudadela.

En la imagen que abre este reportaje se observa cómo quedó la escuela de Shindand, en Herat, zona que estuvo bajo influencia de las tropas españolas. El destrozo en la pared es el resultado de un obús de mortero. El ataque llegó apenas una semana después de que el colegio, levantado gracias a la ayuda internacional, se hubiera inaugurado. «Fue un ataque por tierra y aire. Comenzó con tropas de a pie, pero al encontrar resistencia llamaron a la aviación y cargaron con todo», explica Caro. Shindand se encuentra en una zona muy conflictiva, donde apenas llegaban los fondos para la reconstrucción. La operación acabó en una verdadera masacre, la mayor hasta el momento. Murieron 130 personas y más de 70 de ellas eran civiles. El primer ministro afgano, Hamid Karzai, se vio obligado a hacer acto de presencia en la ciudad. No se trató de un ataque aéreo, donde se pueda achacar la muerte de civiles, mujeres y niños a un «error». Soldados de tierra apuntaron y dispararon sobre ellos. La foto más pequeña de esta página muestra a un niño alcanzado por las balas cuando corría de la escuela por salvar la vida. Falleció en el hospital.

«Nos ofrecieron hacer un viaje en helicóptero para visitar un punto de vigilancia del Ejército de EEUU en una zona muy conflictiva, cerca de la frontera con Pakistán», comienza a relatar Caro. En el aparato volaban, junto a Beriain y el fotoperiodista, un sacerdote católico y un pastor protestante. Los puntos de observación son prácticamente chabolas fortificadas que dominan las colinas con buena visibilidad. «Apenas había diez soldados destacados allá. Cuando se bajaron los sacerdotes, cuatro se fueron con uno y el resto con otro», continúa. El católico amontonó unas cajas de munición de mortero (cuyo poder destructivo se aprecia en la foto de la página anterior) e hizo de ellas un altar. Allá celebró cada sacerdote su propio rito, mientras los soldados rezaban. El helicóptero no llevaba material de guerra ni vituallas. «El viaje se realizó únicamente para celebrar la misa, y volar hasta esa zona era ciertamente peligroso», asegura el fotoperiodista, quien se lamenta de no haber podido traer hasta Iruñea una Biblia con las tapas de camuflaje, que se trajeron como recuerdo de su estancia.

Una mujer suicida que escribe poemas

«Resulta extremadamente difícil fotografiar el rostro de una mujer. Llevan una vida normal, con sus amigos, hasta que tienen la regla. Para ellas, todo acaba entre los 10 y 14 años, cuando las tapan y las recluyen en sus casas», afirma el fotoperiodista. Rahiba, la mujer que se encuentra en la fotografía junto a estas líneas, tiene la cara quemada. Intentó convertirse en mártir, pero sobrevivió. Parece una anciana, pero la niña que se esconde tras sus faldas no es su hija, sino su hermana. Consiguió salir o, al menos, paliar el infierno de su vida gracias a la ayuda de una ONG. Ahora es más abierta, según relata el fotoperiodista. La historia de Rahiba es de superación personal. Ahora escribe poemas para desahogarse.

Las fuerzas de la OTAN trataron de convencer a los afganos para que dejaran de cultivar amapola de opio y plantasen maíz. Fracasaron. En Afganistán se cultiva el 90% del opio que se consume en el mundo. «Para ellos la amapola constituye la plantación más rentable», dice el fotoperiodista. «Después de sangrar la flor, los agricultores se llevan la resina hasta ciudades controladas por los talibán. Existen mercados en plena calle, donde se compra y se vende el opio», añade. La droga se abre camino a través de la extensa frontera entre Afganistán e Irán. En la República islámica hay millones de yonkis. «En Afganistán, apenas se enganchan a la heroína. La mayoría de adictos son afganos que han vivido en Irán, donde apenas tienen derechos como inmigrantes». Según este relato, hay una provincia entera prácticamente vacía por la que viaja el opio, pero el fotógrafo no se moja. «Ahí no he estado. No lo he visto con mis propios ojos, por lo que no puedo afirmar si es el paso principal», dice Caro. Pocos periodistas pueden expresarse con esa sinceridad cuando cuentan lo que ocurre en ese país.

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