Jesús Valencia | Educador social
Hispanidad, la fiesta de los conquistadores
Un año más nos exigen que celebremos la Hispanidad y el paisanaje se niega a semejante requerimiento. La anexión de nuestro Estado tuvo poco de voluntaria y mucho de obligada. Asunto grave para nosotros y también para nuestros conquistadores, que se metieron en un fangoso barrizal. Controlaron militarmente nuestras tierras, pero no consiguieron borrar nuestra identidad; para alcanzar ese objetivo (de poco les servían sus cañones) hubieron de recurrir a otras estratagemas: rebanar conciencias, comprar voluntades, amordazar lenguas, desmochar fortalezas, cercenar derechos y carcomer las legítimas instituciones. En éstas continúan. La conquista no ha concluido y muchas canalladas de aquellos tiempos mantienen plena vigencia en éstos.
Hoy, como ayer, muchos pleitos contra los naturales resultan oprobiosos, ya que son abiertos sin que los encausados conozcan el delito que se les imputa. Los encarcelados por su resistencia a España siguen siendo sometidos a tormento; el presbítero Iraizoz -como muchos torturados actuales que piden ser rematados- prefirió darse muerte en el calabozo antes que esperarla en el potro. Los delitos de rebeldía contra el imperio eran trasladados a tribunales foráneos (¿prolegómenos de la Audiencia Nacional?). Los magistrados extranjeros dictaban vengativas sentencias en base a las leyes españolas e ignorando el derecho pirenaico por el que se habían regido nuestros jueces. Caminar con el rostro embozado era delito; mucho antes de que el infausto Atutxa persiguiera a los jóvenes encapuchados, sus predecesores españoles los castigaban con cien azotes. Hoy se han sacado de la manga la Ley de Partidos, pero ya en el siglo XVI privaban de sus cargos a legítimos regidores de villas y ciudades. Los acusados de brujería (ahora terrorismo) debían pagar de su peculio el sueldo de los inquisidores, preludio de las abultadas fianzas que impone la Audiencia Nacional. Las gentes de aquellos años se quejaban de los muchos soldados que mantenían. ¡Si hubieran visto el enjambre de policías que soportamos! Aquella soldadesca vaciaba los gallineros; quienes hoy practican las detenciones nocturnas hacen lo mismo con los frigoríficos. La reina casadera pasó por aquí en 1559 y los fastos organizados en su honor dejaron exhausta nuestra hacienda; ahora, las costosas visitas reales son continuas. Los abusos contra los naturales cometidos por militares del Ejército español nunca fueron castigados. Estos días se protesta el nombramiento de Iceta, obispo integrista al servicio de la corona; la misma queja se escuchó por aquí en 1525 cuando la Corte española nombró a Diego de Avellaneda.
Harto de tanta cutrez, Carlos Tena se piró hace años de España: «Más que extraño, este país es invivible... emporio de mentira, doblez, hipocresía, corrupción y franquismo». El lúcido escritor puso mar de por medio. Nosotros nos quedamos para recuperar la navarridad. Acompañados de migrantes que viven y se identifican con nosotros, repletaremos mañana, día 12, las calles de Iruñea. Juntos reclamaremos la independencia que sus naciones ya consiguieron.