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Amparo LASHERAS Periodista

Más que un miedo y un dolor

Pronunciamos la palabra tortura y creemos que con ella expresamos la soledad individual del terror, de la humillación y del dolor que llega al borde de la angustia de morir. Hablamos de tortura y sentimos que la indignación se instala en nuestro interior y se enerva en una voz que desconocemos. Denunciamos la tortura y cuestionamos la legitimidad democrática de los estados que la practican. Escuchamos el silencio de quienes la ignoran y nos hiere la nada de las miradas que pasan de largo. Escribimos sobre la tortura y al intentar describirla notamos que se vacía el pensamiento. Leemos sobre ella y las palabras arrastran nuestra impotencia hasta el fin de una frase. La contemplamos en la cercanía de una pantalla y las imágenes nos dañan hasta esconder la vista en la oscuridad. Repasamos la historia y aceptamos su presencia porque el pasado no tiene retorno. Y a pesar de todo este cúmulo de sensaciones, sentimientos, inquietudes, rebeldías y protestas, la verdad es que no imaginamos su rostro. Es como una sombra irreconocible y turbulenta que, sobre todo, nos inspira miedo, un miedo inconfesable a sufrirla. Tal vez sea porque sabemos que los torturadores no son un ente abstracto. Existen y viven entre nosotros. Y también los que la ordenan y legitiman, los que la ignoran, los que la esconden... Eso es lo terrible. La tortura se asienta en las traseras policiales de los gobiernos como un submundo de violencia institucional y siempre inexistente a la luz pública. Sólo el que ha mirado de frente a su torturador sabe que la tortura es más que una palabra, una realidad y un miedo. Es un sistema de indignidad que hay que eliminar.

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