«Joxe Mari conectaba humanamente con la gente y se integraba allí donde viviera»
Se conocieron en Ipar Euskal Herria y aunque ni ella ni el hijo de ambos estaban junto a Joxe Mari Zaldua cuando un ataque masivo de corazón le arrebató la vida el 21 de setiembre en Aix-en-Provence, compartieron muchos años e infinidad de vivencias. Lurdes Garai relata algunos de esos capítulos nunca escritos pero que retratan la trayectoria de un militante abertzale que «nació, vivió y murió libre».
Arantxa MANTEROLA |
Cuando, tras recibir el aviso del fallecimiento de Joxe Mari Zaldua, se trasladó junto a familia, amigos y miembros de Askatasuna a Aix-en-Provence, la «sorpresa» de éstos por la cantidad de vecinos y amigos que se acercó al acto de despedida fue «mayúscula». Pero no para Lurdes Garai, porque tal cosa se había producido ya en otros momentos y en otros lares bien lejanos de Euskal Herria.
«Si algo definía a Joxe Mari era su don de gentes. Era una persona muy solidaria y siempre compartía lo que tenía. Quizás muchos piensen que digo esto porque ha muerto, pero era un hombre muy carismático», asegura quien compartió muchos años con el ezkiotarra.
De hecho, recuerda que cuando vivían en Ipar Euskal Herria «por casa pasaba mucha gente y siempre cocinaba para ellos. Si además eran de fuera, les enseñaba a jugar al mus, porque decía que no se puede conocer bien Euskal Herria sin saber jugar al mus».
Donde más pudo ejercer su «capacidad de conectar con la gente, aunque no tuvieran afinidad política», fue en los años que les tocó vivir en Uruguay, adonde llegó en 1991 «después de pasar con otros compañeros cuatro durísimos años, en una clandestinidad absoluta y totalmente aislado, en medio del desierto argelino».
La estancia en el país sudamericano le trae un sinnúmero de recuerdos, pero tanto ella como Joxe Mari, «y por supuesto nuestro hijo», nunca se han desprendido de los lazos que les unen «al país que nos acogió, que nos permitió llevar una vida `normalizada' dentro de lo que cabe y donde nació y vivimos los primeros años de nuestro hijo, `el galleguito que habla raro', como decían nuestros vecinos. Con el tiempo se dieron cuenta de que no éramos como los otros gallegos, y cuando llegó el momento, aunque no fuera por razones ideológicas sino por cercanía humana, nos aportaron la poca protección que podían ofrecernos, es decir, la de no hablar».
Es más, Lurdes considera que la estancia en Uruguay fue «una experiencia humana y militante super-enriquecedora, porque al contrario de lo que a menudo sucede por aquí, nos permitieron integramos sin intentar asimilarnos. Compartíamos el mismo tipo de vida -difícil- que llevaba la gente de allí, que tanto había sufrido en la dictadura. Hicimos muchos amigos y aprendimos mucho». Son tales los lazos con aquel país que, «con toda naturalidad», la bandera uruguaya también acompañó el féretro de su compañero antes de que lo incinerasen.
A los nueve años «de la redada contra los exiliados vascos de la que Joxe Mari se libró», empezaron a preparar el retorno a Euskal Herria, «porque se dio cuenta de que la Policía española sospechaba que se encontraba allí». Pero la instalación en Ipar Euskal Herria no iba a resultar nada fácil. «A principios de los 2000 la Audiencia Nacional había empezado a abrir sumarios ya prescritos o a punto de hacerlo, y no pudo vivir con nosotros».
Su detención en Ziburu en 2002 lo condujo a la cárcel durante unos meses, pero la Justicia francesa lo dejó en libertad, aunque inmediatamente después intentó detenerlo sin éxito porque «al parecer» llegaron otras acusaciones no prescritas desde Madrid.
«Desde entonces tuvo que `clandestinizarse' más todavía», señala Lurdes, que no quiere dejar escapar la ocasión de evocar «las manipulaciones policiales de las que fue objeto por una carta que filtraron donde daban a entender que Joxe Mari se había arrepentido y abandonado su militancia, cuando, en realidad, empezaba a tener ya problemas de salud».
Tampoco olvida mencionar el capítulo del supuesto abandono de su hijo en el monte en 2007: «Joxe Mari conocía perfectamente la montaña. Es más, estaba en su elemento y nunca hubiera preparado un encuentro con nuestro hijo sin garantizar su retorno. No quiso que presenciara una posible detención, pero puso los medios para que regresara», aclara.
Cuando fueron a reconocer el cuerpo de Joxe Mari, tanto Lurdes como su hijo se fijaron en la sonrisa de su rostro: «Parecía como un último guiño de alguien a quien no pudieron atenazar y que nació, vivió y murió libre y no en soledad, porque todos los pueblos eran su pueblo».
Como la de muchos otros militantes vascos, la vida de Joxe Mari Zaldua «Aitona» no fue un camino de rosas. Desde que se viera obligado a abandonar su Ezkio natal tuvo que hacer frente a no pocas dificultades. La primera, la de «tragar» las represalias que sufrió su familia. En el pueblo goierritarra muchos recuerdan aún que el incendio del baserri familiar, al poco de exiliarse, «no fue algo casual o accidental».
Zaldua vivió en Ipar Euskal Herria los primeros años, aún sin el reconocimiento del estatuto de refugiado. Fue detenido en Baigorri en septiembre de 1982 y pasó unos meses en la cárcel. En 1987 llegó a Argelia, donde permaneció cuatro años hasta que pudo irse a Uruguay. Al año, escapó de la operación contra los exiliados vascos, y pensando que «todo el mundo creía que iba a abandonar el país» decidió quedarse y se las arregló para vivir con cierta normalidad hasta su regreso a Euskal Herria, donde fue detenido de nuevo en abril de 2002.
Al quedar libre, se refugió en una total clandestinidad, lo que concitó «versiones interesadas sobre su actividad» como la que recientemente, «por las acusaciones de un arrepentido», le situaba como instructor de las FARC en Venezuela.
A.M.