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Patente de corso

Entre las actitudes que adoptan los «estados piratas» ante los organismos internacionales, se encuentran las de quienes justifican sus desmanes arguyendo la gran capacidad de sus enemigos; el Reino de España, en cambio, según constata Arzuaga, se limita a ocultar y negar la vulneración de derechos: «simplemente, no hay marco de violación de derechos, y si alguien -relator, comité o grupo de trabajo- lo ha sugerido, cargarán contra él». No obstante, advierte de que no corren buenos tiempos para los filibusteros, y lo argumenta.

Carta blanca» o «cheque en blanco», «licencia para matar», la «bula» o la «venia», dependiendo de si la autorización la otorga la autoridad eclesiástica o la judicial... muchas son las metáforas con las que se ha querido explicitar esa prerrogativa maldita que es la impunidad del estado, de sus cuerpos de intervención. Pero puestos a elegir metáfora, creo que la que mejor se adapta a la realidad -por aquello de que actúan como verdaderos filibusteros- es la figura de «patente de corso». Eran los soberanos del siglo XVII y XVIII quienes concedían autorización para atacar, arrasar, esquilmar naves o poblaciones, concediendo botín y poniendo a la presa a merced del bucanero.

Los estados piratas modernos solicitan hoy su patente ante el estrado de los organismos internacionales. Ahí se decide si les permiten actuar sin mesura, o por el contrario, les imponen condiciones para vulnerar alegremente derechos básicos. Los solicitantes de la dispensa para el bandidaje tienen diferentes actitudes. Colombia -muy diplomática ella- siempre se ha puesto a disposición de los órganos de supervisión de las Naciones Unidas reclamando su apoyo, en forma de oídos sordos: «tenemos un grave problema de derechos humanos, háganse cargo y ayúdennos a resolverlo». Otros estados, como Turquía, Sri Lanka o Israel, han justificado ante la comunidad internacional su brutalidad en la capacidad y potencial del enemigo -terrorista- que enfrentan. El Reino de España, por su parte, adoptó la actitud de ocultar, esconder, su acción vulneradora: simplemente, no hay marco de violación de derechos, y si alguien -relator, comité o grupo de trabajo- lo ha sugerido, cargarán contra él: son agentes a sueldo de los que quieren imponer el terror y la mentira. De esta manera, los aspirantes a corsario, los que ansían el costo cero para su actuar violento, consiguen algunas genuflexiones de aprobación y algunas otras miradas de soslayo: han renovado su patente.

Sin embargo, no parecen ser buenos tiempos para los filibusteros. Por mucho que lo intenten, el cheque de la impunidad española acaricia números rojos a fin de mes. Está ante los ojos de todos: juicios de tortura en Donostia (Portu y Sarasola), Madrid (Maite Orue) y próximamente en Valencia (Sara Majarenas); Estrasburgo resuelve positivamente las pretensiones de Mikel San Argimiro y negativamente las de Rodríguez Galindo, teniendo en caché otros casos pendientes; se concluyen procesos de extradición con voces de calado contrarias a las pretensiones españolas (Londres, fiscalía Romana, a la espera de los acontecimientos en Caracas con previsible batacazo...); relatores e instituciones de Naciones Unidas cada vez más conscientes de la realidad en un pequeño reducto de impunidad en la Europa occidental, afianzan las críticas y afilan recomendaciones; incluso se perciben avances en el último bastión, la Audiencia Nacional: varapalo a la «guerra de fotos» al determinar que sacar imágenes de seres queridos a la calle no es constitutivo de delito; posibilidad -ciertamente la única posible- de que el caso Udalbiltza siga el camino absolutorio abierto por Egunkaria, de no ser que el ponente en ambos casos decida virar timón de forma tan brusca que el barco que dirige encalle en la más ilógica contradicción... Atento observador en la atalaya: ¿no aprecias movimientos?

Cierto que la voluntad de seguir pisoteando derechos ciudadanos se mantiene firme. Se suceden las operaciones policiales y difícilmente verá un brote verde quien viene de recoger el testimonio de torturas de su hija o amigo, militante de Ekin, Askapena o Segi. No quiero decir que varíe la voluntad de los capitanes del castillo de proa. Solo digo que cada vez parecen tener más difícil mantener el rumbo. Porque, ¿no parece que, ahora, quienes aún tienen un ápice de pudor por su acción profesional se tientan las togas? ¿no se aprecian ciertos destellos, cierto decoro, en la comunidad internacional, de los que hasta hace poco parecía carecer? Un colega me decía entre gritos de torturarik ez!, ante la Audiencia Provincial de Donostia, al valorar la nerviosa actitud de los guardias que apoyan a sus compañeros acusados: «no son los tiempos de plomo, no tienen fácil justificar su ardor guerrero». Entonces ¿la acción pirata puede quedar en entredicho?

Porque incluso parece haber cambios en un ámbito que parecía inmutable: la Ley de Partidos. Como ya sabemos que no la gestionan los jueces, sino los partidos que la sancionaron, algunos no quieren perder el viento de popa, con poca fortuna: ¿la cuarentena de verificación de cuatro años propuesta por el PP no es un vértigo producido por la visión del ancho mar? La demora sólo parece ser muestra de su incapacidad y falta de diligencia: ¿no podría reducirse el proceso de verificación a dos años... o mejor a dos meses? ¿Quién es el árbitro que gestiona el tiempo? ¿Por qué han de ser ellos, cuando son parte? ¿Podrán convencer con ese argumento al TEDH en Estrasburgo para que les conceda otra prorroga para sus instituciones incompletas?

Por supuesto, insisto, no todos son buenos augurios. Quedan irreductibles en la bandería corsaria que se ansía Una, Grande y... Marlaska. Su colega, Ángela Murillo, con parche al ojo, dice que no apreciará el «devenir de los acontecimientos políticos» para poner en libertad a Arnaldo Otegi. Los nuevos vientos no deberían influir en su «independencia». Sería apropiado el razonamiento si el dirigente estuviera acusado de tráfico de estupefacientes o de pederastia. Pero ante una acusación de acción política -visto que no se pueden probar tutelajes o directrices externas- las circunstancias en que aquella acción se desarrolló, o los objetivos que buscaban con sus reuniones sí deberían resultar oportunos para su tribunal. Pero, en su particular servicio a la patria -que no a la justicia-, la jueza-pirata se ata al mástil para mejor resistir a los ecos del «devenir de los acontecimientos políticos». Porque, evidentemente, los acontecimientos han cambiado. Siguiendo con el símil que titula esta pieza, las normas de la batalla marítima hoy son otras. Y hay organismos que, atentos desde la cercana costa, la supervisan: saben que una nave ha izado la bandera para parlamentar. No resulta de recibo que la otra se lance a degüello contra la tripulación desarmada.

Me lo comentaba Andrés Krakenberger, hace tiempo, cuando todavía era responsable de Amnistía Internacional en nuestros cuatro territorios: «violar derechos humanos, a la larga, nunca resulta eficaz». Y yo, desde mi visión urgente, veía cómo la impunidad con que se despachaban causaba estragos inmediatos. Con cierta perspectiva, me toca dar la razón al activista humanitario. Tras años de patente de corso, caen velos y pronto se obligará a arriar velas. Quienes defendemos todos los derechos para todas las personas, a golpe de remo, sólo tenemos que mantener el rumbo de nuestro pequeño esquife.

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