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Mertxe AIZPURUA Periodista

De Agirre a Zurutuza


No sé a ustedes pero a mí el apellido nunca me ha quitado el sueño. Bueno, un poco sí. En tiempos escolares, y curiosamente, por empezar por la A. Una razón que, ahora, a cuenta de la nueva ley sobre el orden de colocación de los patronímicos, se presenta como si fuera una ventaja. Yo no la veía por ningún lado. Había demasiados maestros, con mente y cuerpo ordenados en cuadrículas, que invariablemente tiraban de abecedario para sacarnos al encerado en aquellas horas somnolientas de inicio de clases. A mí sólo me quedaba una única salvaguarda: una tal Agirre, pobrecita ella, que me precedía inexorablemente. Ambas envidiábamos a Zurutuza como se envidia a esa temprana edad: con rabia y sin disimulo. El caso es –decía– que el orden de los apellidos ahora no me preocupa demasiado, aunque bienvenida sea la fórmula aleatoria si sirve para eliminar la eterna y sutil preeminencia de lo masculino sobre lo femenino. Entre quienes se oponen, he oído algunas genialidades como que la ley dificultará la identificación del ADN de cadáveres. A la vista de cómo evoluciona el mundo, tampoco nos debería quitar el sueño. Todos y cada uno de nosotros somos más identificables ya por esos números de serie que nos acompañan de por vida que por el recio o débil abolengo familiar: DNI, teléfono móvil, teléfono fijo, la cuenta del banco, la clave de la tarjeta, los dígitos de la Seguridad Social o el IP del ordenador saben más de nosotros mismos que un apellido que trasciende a generaciones. Aunque rija el alfabeto y también la apellidocracia, en realidad, sólo somos códigos numéricos.

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