REPORTAJE
«La dolce vita», cincuenta años paseando por las noches romanas
«La Dolce Vita», la obra maestra estrenada en 1960, celebra su aniversario con una exposición en Roma en torno al universo de su realizador, Federico Fellini, y una operación de restauración de la copia de la película, que no se encontraba en muy buenas condiciones. Hace medio siglo, la espectacular Anita Ekberg prota- gonizó aquel mítico baño, en blanco y negro, en la Fontana di Trevi de Roma y, como la cosa va de aniversarios, el pasado 31 de octubre se cumplían diecisiete años del fallecimiento del maestro.
Federico Fellini siempre se consideró un niño soñador y durante años construyó, a golpe de celuloide, un mundo propio en el que dio cobijo a sus paisajes oníricos y sus personajes de fábula. Tal y como afirmó el guionista Bernardino Zapponi, quien colaboró con el realizador italiano en películas como “Casanova”, “Satiricón” o “Roma”: «Fellini creó un universo personal e intransferible donde los mares eran de plástico y la luna un panel pintado. Nunca olvidaré la última vez que fui a verlo a Cinecittá. Fue el último inquilino de estos estudios romanos. En aquel lugar se percibía una sensación extraña y fantasmagórica. La única iluminación que permanecía encendida en aquellos gigantescos estudios, repletos de polvorientos escenarios de cartón piedra y atrezzos apilados en desorden, era la luz de la oficina de Federico».
Sepultados bajo el polvo, en un rincón de Cinecittá, un imaginario humano y de sombras recobran la vida para recordarnos que en las alocadas noches romanas Anita Ekberg chapoteó en la Fontana di Trevi para deleite de Marcello Mastroianni y que hubo un tiempo en que los mares eran de plástico y los cielos eran una explosión de vivos colores pintados sobre tela.
Si nos dejamos llevar por la imaginación, redescubriremos el rinoceronte que compartió bote salvavidas con los divos del Bel canto en “E la nave va”, el búho autómata que dictaba el tempo sexual de Casanova y la ruidosa moto que aguarda atravesar las calles de aquel Rímini reinventado en “Amarcord” y que fue habitado por la voluminosa estanquera y aquella inolvidable Gradisca que suspiraba por Gary Cooper y tuvo que conformarse con un simple Carabinieri. Desde que conocimos a Federico Fellini, los sueños adquirieron un nuevo sentido.
El autor de “Las noches de Cabiria” nunca quiso desligarse de ese espacio de abstracción y libertad creativa que es la infancia, se encontraba muy cómodo dando rienda suelta a su febril imaginario; incluso se dio por cierta una declaración del cineasta en la que afirmaba que siendo niño se escapó de su casa para enrolarse en un circo ambulante. Fellini puso todo su empeño en construir un discurso propio que, secuencia a secuencia, nació del neorrealismo y derivó hacia un espacio exclusivo y muy simbólico. Así lo confesó el propio cineasta: «Creo que cuando somos niños todos tenemos con la realidad una relación nebulosa, emocional, soñada; todo es fantástico para el niño, porque todo es desconocido, nunca visto, jamás experimentado. El mundo se presenta ante sus ojos totalmente privado de emociones y de significados, vacío de síntesis conceptuales, de elaboraciones simbólicas. Es sólo un gigantesco espectáculo gratuito y maravilloso, una gran ameba viva donde todo habita –sujeto y objeto– en un único flujo imparable, visionario e inconsciente, fascinante y terrorífico».
Las noches romanas
“La dolce vita” simboliza la frontera definitiva que cruzó el genio de Rimini. Atrás quedaban los paisajes neorrealistas de obras como “La strada” y ante él se mostraban las difusas sendas del simbolismo.
Gobernada por completo por un Marcello Mastroianni al que no le hizo falta demasiados esfuerzos para adaptarse a la personalidad pícara y seductora del protagonista, también bautizado como Marcello, “La dolce vita” es un vertiginoso paseo por la Via Veneto de Roma, un acercamiento a la trastienda social de la Ciudad Eterna que se inicia con una escena en la que Marcello viaja a bordo de un helicóptero que traslada al Vaticano una estatua de Jesús. En su recorrido aéreo, el protagonista, un curtido reportero especializado en crónicas sociales, entabla una conversación imposible con varias mujeres que toman el sol en las azoteas. A pesar de su empeño seductor, a Marcello le resulta imposible mantener una conversación con las mujeres romanas ya que se lo impide el ensordecedor ruido de los motores del helicóptero. Desde esta primera escena, Fellini muestra una de las temáticas sobre las que versa su película: la incomunicación.
A lo largo del metraje, somos partícipes de la apretada agenda social que maneja el protagonista y descubriremos la relación a tres bandas que comparte con su celosa amante (Yvonne Furneaux), con una mujer sofisticada (Anouk Aimée) y con una explosiva actriz norteamericana (Anita Ekberg) que llegó a Roma acompañada por su alcoholizado compañero sentimental (Lex Baker se encarnó a sí mismo). La espectacular “Anitona” –así la llamaba cariñosamente Fellini– personificó ese modelo de mujer felliniano que bordea el exceso físico y se transforma en anhelo erótico de los hombres. En el imaginario del cineasta, la iconográfica escena del baño nocturno en la Fontana di Trevi, es la aparición de Venus emergiendo de entre las aguas para deleite de los mortales. Además de lograr la Palma de Oro en Cannes del año 1960 y dos Oscar (diseño de vestuario y mejor película extranjera), “La dolce vita” nos legó el término paparazzi; ello se debió a que el fotógrafo que acompañaba a Marcello en sus reportajes y correrías sociales atendía al nombre de Paparazzo.
«Para mí, hay un antes y un después de ‘La Dolce Vita’ –afirmó el cineasta Martin Scorsese con motivo de la proyección en Roma, la pasada semana de la copia restaurada de la película–. El filme rompió con todas las reglas. «No hay una historia, ni intriga y, sin embargo, dura tres horas (...). Hasta aquel momento, la mayoría, “Ben Hur”, “Espartaco”..., se centraban en el concepto del espectáculo». A partir de “La Dolce Vita” aquello cambió.
Concebida por el escenógrafo Dante Ferretti sobre más de 3.000 metros cuadrados en los antiguos mataderos de Roma, la exposición propone una excursión sorprendente a Suburre, el barrio malafamado de la Roma antigua; donde en pequeñas salas pintadas de frescos manchadas por graffito son proyectados extractos de “Satyricon”, donde aparecen mujeres más que abundantes, maquillajes exagerados y gestos obscenos.
Un poco más lejos, dos trajes de “Casanova”, encarnado por Donald Sutherland, son vecinos de la versión gigantesca de la icónica foto de los fotógrafos –paparazzi– voraces que esperan la llegada de la estrella de “Dolce Vita” al pie de su avión.
Las libretas de dibujos, los carteles de época y las fotos de rodajes muestran hasta qué punto el universo de Fellini, que habría celebrado este año sus 90 años, sigue vigente sin ninguna arruga. GARA