Vivimos en un mundo acelerado que no admite las actitudes contemplativas, por eso llama mucho la atención cuando alguien es capaz de abstraerse de todo y conseguir plasmar sus sentimientos sin presiones externas. La señora Mija es un ser puro en tal sentido, por lo que no se deja contaminar por la decadencia que le rodea. Conserva intacta la candidez casi infantil de los gestos simbólicos y sublimes, ajenos a los intereses pragmáticos y las conveniencias egoístas del resto de los humanos. Ella asiste a un taller de poesía porque en su ingenuidad piensa que para escribir un poema hace falta algún tipo de preparación intelectual, pero lo que no sabe es que desde niña todo en ella es poético. Lo que le queda por aprender en la recta final de su vida es que la búsqueda de la belleza es imposible, y que no hay otro remedio que cohabitar con la suciedad y la violencia que ensombrecen el futuro. La gran pregunta para ella, poetisa vital por derecho propio, apunta hacia el valor que pueda tener su sacrificio personal frente al estado general de corrupción.

Desde los tiempos de Douglas Sirk no ha habido otro cineasta como el surcoreano Lee Chang-dong a la hora de conectar con el dolor más íntimo, muy al contrario de otros compatriotas suyos que prefieren basar su cine en la violencia externa. Su humildad es además desarmante, porque a través de su protagonista no hace sino cuestionarse sobre la condición testimonial de quien se empeña en hacer películas justo cuando el cine está agonizando. Yo le pediría que las siga haciendo, convencido de que es necesario que haya valientes entregados a contar lo que nadie cuenta. Los medios de comunicación nunca van a llegar al corazón de la noticia, a la tragedia humana que se esconde detrás de cada suceso. La señora Mija no entiende que la violación colectiva de una menor y su posterior suicidio se puedan arreglar con una compensación económica a la familia de la víctima, y de ahí que quiera pagar por su joven nieto con justicia poética.