La muerte de Cristina Estébanez a manos de su antigua pareja ha vuelto a poner sobre la mesa toda la crudeza que conlleva la violencia contra las mujeres, una lacra estructural de nuestras sociedades de la que sucesos luctuosos como el de Barakaldo son tan sólo la punta del iceberg. La violencia machista es tan estructural en nuestro entorno que no conoce de clases sociales, generaciones o procedencias. La igualdad entre géneros que promulga la ley se ve diariamente negada por una realidad social que se resiste a avanzar en ese sentido. Lo cierto es que tras cada muerte se apilan miles de situaciones de violencia doméstica, de maltrato y discriminación social que son parte intrínseca de ese mismo fenómeno. A menudo, las víctimas de ese maltrato o de la discriminación tienen vetado el acceso al poder mínimo, a los mecanismos más básicos para poder defenderse de manera autónoma. Esa indefensión siempre tiene consecuencias negativas para la mujer, sean del grado que sean. La muerte violenta a manos de compañeros sentimentales o ex parejas es la cara más trágica de este fenómeno, pero su impacto no puede eclipsar esa realidad subyacente. Si la violencia contra las mujeres es estructural, estructurales han de ser también los cambios que la hagan imposible. El luto y la justicia son sólo la primera parte de ese proceso.