Mikel INSAUSTI I

Carlos Saura lleva treinta años con sus espectáculos o escenificaciones musicales filmadas, dentro de la comodidad que proporciona rodar en unos decorados y no tener que salir a exteriores. No parece importarle incurrir en serias contradicciones con tal de seguir instalado en su inmovilismo profesional porque, si es el primero en defender que el flamenco es un arte vivo, no se entiende su empeño de sacarlo de las calles y encerrarlo en lo que no deja de ser una representación museística. Por lo visto, este tipo de propuesta culturalista y de «qualité» vende muy bien en el exterior, aunque dicha aceptación internacional le lleva a contradecirse de nuevo cuando se lamenta de que fuera aprecian mejor sus películas no narrativas que en casa. “Flamenco, flamenco” tampoco es un producto de consumo interior, sino un exportable artículo de lujo encarecido por la fotografía suntuosa de Vittorio Storaro. Al menos, el título no engaña, y suena a repetición del que estrenaron hace quince años con los mismos objetivos de difusión artística mediante el reclamo del exotismo.

“Flamenco, flamenco” está compuesto por veintiún cuadros de baile y cante sobre fondos pictóricos, ampliaciones murales de obras de Julio Romero de Torres, Sorolla, Zuloaga, Penagos, Doré o García Cardenas. Las coreografías de baile, sobre todo los zapateados, siempre son más agradecidas de cara al impacto audiovisual que el estaticismo al que se ven condenados los cantaores, a pesar de que la introducción de nueva instrumentación, además de la guitarra flamenca, ayuda a reforzar el conjunto. El sonido pregrabado resta autenticidad a las actuaciones, y sólo se consigue cercanía cuando el portentoso Miguel Poveda rompe su voz con el único acompañamiento rítmico de los nudillos golpeando una mesa. En cambio, no convence la versión que Niña Pastori hace de “La leyenda del tiempo”, por ser de mucha más fuerza la que Montse Cortés hizo para el documental creativo homónimo de Isaki Lacuesta en torno al mito de Camarón.