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Alfonso Sastre Dramaturgo

Cuando la verdad está en la calle

«La manifestación en pro de los derechos de los presos vascos (8 de enero de 2011) era la manifestación de una ancha multitud de ciudadanos, estuviéramos o no en la masa que desfilaba». (Antonio Álvarez-Solís)

Desde hace algún tiempo yo estoy dándole vueltas a la cuestión de las diferencias que hay entre la realidad y la verdad, nociones que muchas veces, sobre todo en el habla popular, aparecen confundidas, como si fueran sinónimas, desapareciendo entonces la diferencia entre ellas, ignorándose en suma que en muchas ocasiones la realidad oculta o decididamente se usa para oponerse a la verdad: es cuando la realidad es mentira, por muy realidad que sea, pues es usada para fingir una verdad que precisamente se trata de ocultar. Lo cual claro está que no puede ponernos al lado de quienes menosprecian la realidad y nos invitan a situarnos al margen de ella y proponen que la poesía se produzca en un territorio fantástico, en el cual estaríamos -digámoslo así- más cerca de Dios, de la sabiduría y de la eternidad.

Muchos poetas han postulado habitar en lo que se llamó las «torres de marfil». La realidad sería sucia y vulgar y el ser humano debe parecerse, dentro de lo posible, a los ángeles, como modo de elevarse sobre la basura que es la vida e instalarse en el cielo de la belleza. Poetas tan diferentes como Edgar Allan Poe y Oscar Wilde («arte por el arte») fueron partidarios de esta instalación en las alturas o, al menos, en los márgenes de la vida vulgar. Recuérdese que para Poe una condición para escribir incluso un buen libro de viajes era no ir a los países «visitados» en él.

Y qué papel desempeña «la calle» a que me refiero en el título de este artículo en todo esto? La verdad es que lo que ocurre en la calle -la realidad de la calle- es que en ella se encuentran y se confrontan los datos con los que hay que contar para pensar sobre la verdad de las cosas, de los hechos y de las situaciones de nuestra vida y de nuestra historia, y que hay que tratar lo que ocurre en ella con la máxima atención y el máximo cuidado si de lo que tratamos es de acceder a la verdad que la realidad -como he dicho- tantas veces y de tantos modos nos oculta, manipulada y enmascarada por los medios de comunicación vinculados secreta o explícitamente al poder, para los que no hay más realidad ni más verdad que las que ellos deciden, de manera que lo que ellos no cuentan no alcanza ni siquiera el nivel de la mera existencia (lo que no aparece en ellos no existe); y, claro, mucho menos conduce a revelar alguna verdad sobre lo que sucede en el fondo de una sociedad. (Así es que hasta hechos tan multitudinarios y espontáneamente populares como la manifestación citada del 8 de enero en Bilbo en defensa de los presos políticos vascos -¡una gran realidad cargada de verdad!- pueden ser prácticamente ignorados o desvalorados dedicándoles una líneas o unos segundos en momentos o espacios irrelevantes y acompañados de pequeños comentarios malévolos).

La calle es un lugar en el que la vida se manifiesta de diferentes modos en nuestras ciudades, y ello puede llegar a ser tan importante como para que un político franquista exclamara enfáticamente que «la calle era suya» y que en ella se respiraba la alegría de la paz. Él se refería a la ocupación de la calle por su policía. Esa ocupación era una realidad evidente y la felicidad producida por esa ocupación era una infame mentira.

Miremos la calle de las grandes ciudades sin prejuicios ni ideas previas y veremos que ella es sobre todo un escaparate de la mentira. Ella presenta, iluminada, la mentira de una felicidad inexistente, y es preciso acudir, ya a los «barrios bajos», ya a las «alturas» infernales de sus «cerritos» o de sus «favelas», para respirar la realidad que no miente, la realidad que dice la verdad. Es entonces cuando las «sucias verdades» (en la expresión de Michael Parenti) muestran su faz atroz más allá de todos los maquillajes. (Un departamento muy importante de los estudios de TV es, precisamente, el del maquillaje de las personas reales que van a ser presentadas. La gente es guapa y hasta si llora debe llorar bien y no de cualquier manera, poniendo la cara fea de la tristeza y no digamos de la desesperación, o sea, de la desolación de una realidad que entonces sí sería verdadera.

Un caso muy elocuente de lo que vengo diciendo es el de la actividad ocultadora de la realidad en Barcelona, cuyos munícipes tratan de hacer de esa ciudad un escaparate para turistas y gentes de negocios. No es que la pobreza esté prohibida, claro, sino que lo que está prohibido es que la pobreza sea visible.

Volviendo aquí a la realidad de nuestra Historia, podemos preguntarnos ahora cuál es la verdad que quedó clamorosamente proclamada en la calle durante la grandiosa manifestación del pasado 8 de enero en Bilbo. ¿Qué verdad -la verdad que trata de ocultarse por los medios de comunicación públicos- se manifestó entonces? Sencillamente, la verdad de que no es la existencia de ETA, cuyo último comunicado he tenido ocasión de celebrar en estas mismas páginas, lo que pone hoy una barrera a la paz, sino la tozudez, la torpeza y el cerrilismo de los nacionalistas españoles, al no aceptar la verdad de la existencia que se trata justamente -injustamente- de ocultar: la verdad de un importante conflicto político de alcance social-popular, y la consiguiente gran fuerza espiritual de un espíritu vasco que mueve o es movido por una gran pasión independentista.

Asiste toda la razón a Antonio Álvarez-Solís cuando en su pequeño artículo que he citado en la cabecera de éste, concluye que en casos como el nuestro «la cárcel ya no es sólo un ámbito en el que se recluye a los penados, sino también las voces, las opiniones y las posibilidades morales y físicas de toda la ciudadanía. En este caso, de la ciudadanía vasca».

En otro lúcido artículo, el gran periodista mantiene -y nosotros participamos de su convicción- que vivimos un momento en el que serían necesarios grandes estadistas; pero la verdad -la sucia verdad- es que, hoy por hoy, la política se mueve en niveles casi reptilianos. Así ocurren las cosas, enredadas por la realidad de los grandes intereses, pero también de grandes mitos, como es, en este área nuestra, el del «patriotismo gran-español», una de nuestras grandes calamidades.

Así es que cuando la verdad de los pueblos es ignorada por los parlamentos y por los grandes medios, esa verdad sale a la calle; y cuando, así mismo, esa voz de la calle es ignorada, la verdad aparece en forma de cólera y deviene en violencia popular, como se está manifestando ya en varias ciudades de Europa y en Túnez.

Tampoco se puede conseguir la paz humillando a los pueblos. Un gran ejemplo de ello es la Segunda Guerra Mundial, cuyo origen fue justamente la humillación que se hizo al pueblo alemán en 1918 al obligarle a firmar el Tratado de Versalles poniéndolo prácticamente de rodillas. En ese momento nació el huevo de la serpiente del nazismo.

Aquella humillación explica que gran parte del pueblo alemán se pusiera a las órdenes de aquel «pintor de paredes» y lo apoyara fervorosamente en su catastrófica y perversa aventura. La relación entre el tratado de Versalles y la Segunda Guerra Mundial no es una mera ocurrencia mía, sino que quedó manifiesta en el hecho de que Hitler obligó a que la capitulación de Francia en 1940 fuera firmada en el mismo vagón en el que los alemanes se vieron obligados a firmar aquel tratado de 1918. (También hubiera podido nacer de aquella humillación -pero desgraciadamente no fue así- la revolución socialista alemana que postulaban tan grandes personalidades como Rosa Luxemburgo).

El Gobierno del PSOE tiene hoy una gran ocasión para cubrirse con la gloria de la paz, que es muy mala compañera de las mordazas y las humillaciones.

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