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Gloria REKARTE Ex presa

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No es Auschwitz, ni Mathausen, ni Dachau, no se sitúa allá lejos, en los fríos parajes de Baviera, Austria o Polonia, ni es tan tristemente conocido. Urduña queda cerquita, aquí al lado, y también fue un campo de concentración. Un campo de concentración tristemente desconocido. Sin cámaras de gas: los franquistas no gaseaban a sus víctimas, no tenían, como tuvieron los nazis, campos de exterminio, pero eso les sirvió de poco a los prisioneros que fueron exterminados. Hambre, golpes, miseria, frío... Muerte. Por decenas, por cientos. Como en Ezkaba, para ir sumándolas a los miles que sepultaron, más hondo en el olvido obligado que en la tierra, en las cunetas. Setenta años después, es necesario seguir escarbando entre viejos papeles, en los restos de archivos convenientemente mermados y arrinconados, en la memoria que durante décadas han tratado de apagar para poder rescatar los datos de la brutalidad y destapar nuevas páginas de ese libro del horror que se pretende cerrado y sellado: la democracia es como el tiempo, cura todos los males. Mejor aún, la democracia es el tiempo. El resto es pretérito. Las víctimas fueron demasiadas para desaparecerlas del todo, a pesar del barniz con que quisieron cubrirlas para avejentar el dolor. Los victimarios fueron menos y fue más fácil. Oficiales de las SS y capos de los campos de exterminio nazis han sido juzgados por crímenes contra la humanidad. Dictadores y genocidas chilenos y argentinos se han sentado, y se siguen sentando, en el banquillo. A los golpistas y sucesores del dictador español se les sentó, tras un cordial apretón de manos, en «La transición». De ahí pasaron al hemiciclo. Se les distingue porque saben bien cuánto pueden hacer y que les salga gratis.