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Isidro Esnaola Economista

Otra víctima más de la crisis

Ayer se firmó el Acuerdo Social y Económico entre la patronal, el Gobierno y los sindicatos españoles. Ya el nombre del acuerdo delata sus carencias, al cambiar el orden habitual en el que se usan esas palabras, poniendo en primer lugar el adjetivo social, para intentar subrayar aquello de lo que en realidad carece: su carácter social. Algunos periódicos e incluso Zapatero lo han comparado con los Pactos de la Moncloa que se firmaron allá por el año 1977. Sin embargo, este acuerdo no tiene la profundidad estratégica de aquél, aunque seguramente éste pasará a la historia como el mayor atraco realizado a la clase trabajadora desde entonces.

La firma de aquellos acuerdos supuso para los sindicatos la renuncia a los fines que les son propios, es decir, a luchar por el cambio social. En su lugar, asumieron los objetivos de la oligarquía española, esto es, homologar el Estado español a las democracias occidentales y entrar a formar parte del «club de los países ricos» la Unión Europea.

Con la renuncia al cambio social, además, se da por bueno el modelo de desarrollo capitalista. Más allá de la retórica, se asume implícitamente que el capitalismo es el modelo de construcción de país menos malo, o en el peor de los casos, el único posible. Una vez metidos en esta deriva, se acepta cualquier cosa. Así, la renuncia de los sindicatos a sus propios fines se está revelando en este momento de crisis como fundamental, puesto que, carentes de objetivos propios, se asume ahora también el objetivo de la oligarquía, que no es otro que el de salvar a España, aunque en realidad lo que la oligarquía quiere salvar son los pingües beneficios que han hecho los años de bonanza económica sin importarle lo más mínimo que para ello tenga que empobrecerse aún más la población y hundirse autónomos y las pequeñas empresas.

Y es que cuando se renuncia a mantener fines alternativos, el objetivo de una clase se convierte en el objetivo de todas las clases, todos remamos en el mismo barco y en la misma dirección. Si no hay intereses antagónicos, la lucha de clases no tiene sentido y con el enfrentamiento todo el mundo pierde. Todo se reduce a ver quién tiene que remar más y quién menos, cuál es la aportación de cada uno. Así, toda la lucha sindical se convierte en una cuestión de cantidad, de más o menos, y todos los aspectos relacionados con la calidad, con la confrontación entre sistemas sociales diferentes, desaparece. Si con el enfrentamiento todo el mundo pierde, la vía para resolver los conflictos sobre la aportación de cada uno es la negociación. La lucha sindical trata por lo tanto de organizar la presión para obtener algo más en esa negociación.

Unos fines dados y aceptados por todos y un conflicto en términos solamente cuantitativos conforman una visión corporativa de la sociedad. Ya no hay clases, sino grupos y cada uno lucha por su propio beneficio dentro de un objetivo general compartido. En este panorama general, colectivos de trabajadores diferenciados impulsan el surgimiento de sindicatos corporativos para que esa lucha sea más eficaz y así tenemos por todas partes sindicatos de profesores, de enfermeras, de médicos, de pilotos, de controladores aéreos, etc. De esta forma queda todavía más difuminado el carácter de clase en beneficio de la visión corporativa de la sociedad. Y lo que es peor para la clase obrera, algunos de estos sindicatos corporativos pueden transmitir sensación de fortaleza por su capacidad para condicionar la negociación, pero también son más vulnerables y fácilmente manipulables como ha demostrado el último conflicto con los controladores aéreos.

Un sistema corporativo solo puede funcionar cuando la negociación se lleva a cabo entre interlocutores sociales válidos, es decir, que se reconozcan mutuamente su capacidad para imponer restricciones y ofrecer incentivos, o dicho de otra manera, para controlar el redil que cada uno representa. A tal fin, se ideó un sistema electoral similar al de los partidos políticos con elecciones sindicales periódicas cada cuatro años del que salen un conjunto de delegados sindicales por cuenta de la empresa, un gasto, por cierto, perfectamente asumible para las empresas. Este sistema de elecciones es una bendición para los sindicatos, ya que les permite mantener estructura importante sin tener una gran afiliación. A esto añadieron unos mínimos para ser considerados sindicatos más representativos, es decir, interlocutores válidos para alcanzar acuerdos, desplazando a todos aquellos sindicatos pequeños a una posición marginal. Después despolitizar y controlar al movimiento obrero llegaron las prebendas y subvenciones con las que se aseguraba la supremacía los sindicatos más representativos.

Acorde con ese espíritu corporativo, los conceptos de lucha de clases fueron desplazados por el lenguaje macroeconómico que parece más «neutro» y que oculta más que lo que explica. Y oculta, sobre todo, las relaciones de poder entre clases. Así, en vez de hablar de «carestía de la vida», se habla de «inflación»; en vez de «clase obrera», se habla de «familias»; en vez de «relaciones laborales», de «mercado de trabajo», como si no hubiera otra forma de organizar las relaciones laborales más allá del mercado, etc. El resultado de todo esto es que hay veces que oímos hablar a alguien y no sabemos si es el o la ministra de Economía o algún dirigente sindical. Todos hablan igual y nadie entiende nada. En el Estado español se ha instaurado y perfeccionado un sistema capitalista de corte corporativo como aquel con el que soñaron los fascistas del siglo XX.

Está tan interiorizada esa visión corporativa que ni siquiera se plantea en estos tiempos de crisis la única manera que tenemos de superar la crisis: el cambio social. Incapaces de salir de la trampa en la que se han metido, CCOO y UGT ante la disyuntiva que al parecer les han planteando: reforma de las pensiones o renuncia a la ultraactividad de los convenios, es decir, a que los convenios pierdan validez una vez cumplido el plazo si no hay acuerdo, lo que les hubiera obligado a pelear de verdad todos y cada uno de los convenios, han optado por renunciar a las pensiones a cambio de cierta estabilidad en las condiciones laborales.

No se han dado cuenta todavía que esa será la siguiente renuncia que les pidan y, mientras tanto, los que realmente salen perjudicados no son tanto los trabajadores con contrato fijo que forman mayoritariamente la base social de los sindicatos, sino sobre todo los trabajadores precarios y en paro, que tendrán más difícil encontrar un trabajo digno al retrasarse la edad de jubilación y más difícil llegar a tener alguna vez una pensión medianamente digna por falta de cotización al alargarse el cómputo de la vida laboral.

Este marco general en el que se desarrolla la actividad sindical condiciona de una u otra manera a todos los sindicatos, también a los de nuestro país. Aunque nuestros sindicatos tienen una afiliación mayor que en el resto de Estado, siguen siendo tributarios del sistema electoral, de los delgados, de las cuotas para ser sindicatos más representativos, etc., lo que les obliga a invertir grandes esfuerzos y recursos en mantenerse a sí mismos y, en consecuencia, menos en organizar a la clase obrera en esa perspectiva de cambio social. El equilibrio es una rara virtud. Aún así, han tenido arrestos para unirse y convocar una huelga general por la que hay que felicitar a la clase trabajadora de este país, aunque como ya decía en estas páginas Jakue Pascual (GARA, 2010/07/80), se siguen echando en falta «la utilización sin cargas de profundidad del arma más contundente con la que cuentan los trabajadores».

Es cierto que existían y siguen existiendo muchas razones para hacer una huelga general, pero si a esas razones no se les da un sentido transformador, si no se dibuja el camino del cambio social, la huelga general pierde gran parte de su poder. Este país necesita sindicatos comprometidos con la defensa de la clase obrera y con una hoja de ruta hacia el cambio social. En caso contrario, pueden acabar siendo una víctima más de la crisis, como CCOO y UGT, para desgracia de la clase trabajadora.

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