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Iñaki Urdanibia Doctor en Filosofía

El truco del almendruco

Lo que resulta de todo punto de vista increíble es ver a gentes que se han movido durante largos años de militancia en ambientes de izquierda radical chupando del bote y embelleciendo las nefastas políticas de sus sindicatos, en los que ocupan cargos de responsabilidad

Los sindicatos de obediencia estatal -nunca mejor dicho, ya que al final no son más que seres sumisos a las órdenes y conveniencias del Estado, el monstruo más frío entre los monstruos, del que hablase Nietzsche-, en su afán de vender su adulterada mercadería, suelen hablar de sí mismos como «sindicatos de clase», oponiendo el término a los que ellos califican, despectivamente, «sindicatos nacionalistas». El lenguaje no es inocente y en esta ocasión, con tan sibilina coletilla, menos si cabe. Se pretende enfrentar dos formas de hacer sindicalismo: una, la suya, sería la que se preocupa de defender los intereses de los trabajadores (con indisimulados aplausos de la patronal y los gobernantes por la responsabilidad mostrada para que siga funcionando el negocio), mientras que la otra no sería más que una forma de esquivar el espinoso asunto de las clases para defender postulados nacionales, exclusivistas... ergo burgueses.

No hace falta haber estudiado Ciencias Políticas ni nada por el estilo para ver que no son las palabras las que transforman los hechos -dejando de lado los performativos de Austin...-, sino que dicho en prosaico, y evangélico, por sus hechos los conoceréis. Veamos el programa que defienden los distintos sindicatos y veamos su política reivindicativa y de acción frente a las tropelías del capital y sus sabuesos, y de ahí podrá decidirse dónde situamos a cada cual sin etiquetitas engañosas ni clichés estereotipados . Si en este uso de ciertos términos se ve con nitidez la intención de engañar descalificando, lo mismo puede aplicarse a términos como «izquierda» o «socialismo»; en lo referente a la «derecha», no hay tanto engaño, ya que las cosas están claritas como el agua cristalina.

Viendo el comportamiento de los sindicatos de los que hablo, parece que al hablar de clase se refieren a la dominante, o si no es que están hablando de las clases existentes en los transportes llamados públicos: unos van en primera y otros en segunda; obviamente ellos viajan en la primera de las nombradas, pues son gente de categoría y no arrastrados. Lo que han firmado, y vienen firmando, estos financiados sindicatos, resulta tan tramposo como el parto de las montañas que, tras armar un revuelo del copón, dieron a luz un ratoncito, que ejemplificaba Mao; los negociantes, en supuesto nombre de los derechos de los trabajadores simularon en un primer tiempo unos amagos de amenaza para al final tragar todo lo que les han echado y más. En este orden de cosas, la práctica mostrada por estos sindicalistas de pega no hace sino confirmar aquello que ya afirmase Antón Pannekoeck en su tiempo al decir que los dirigentes sindicales se van asentando y burocratizando, a la vez que hacen suyo el programa de la patronal, y empeñándose, un día sí y otro también, en lograr pactos interclasistas que en el fondo, y en la forma, no son sino la aceptación pura y dura de los planteamientos de la patronal y sus lacayos gubernamentales, adornándolos con cierta verborrea obrerista para que cuele mejor y desmovilice con mayor eficacia, y a vivir que son dos días. Eso es lo que en este caso, como en muchos otros, vemos en los pactos que firman sin chistar los sindicalistas guays. No es baladí afirmar que es obvio que no van a morder la mano de quienes les alimentan, ya que si fuera por sus cuotas, no alcanzarían ni para una simple mesa de Ikea.

Así las cosas, lo que resulta de todo punto de vista increíble es ver a gentes que se han movido durante largos años de militancia en ambientes de izquierda radical chupando del bote y embelleciendo las nefastas políticas de sus sindicatos, en los que ocupan cargos de responsabilidad. Uno se pregunta cómo es posible tal actitud, y no halla otra respuesta que pensar que o bien les gusta figurar o bien hay que aceptar lo que les echen para agarrarse a la jubilación tras los años servidos... o las dos a la vez. Y lo digo con absoluta sinceridad y convencimiento, ya que aun no siendo especialista en estos vericuetos, uno tiene su dignidad y es capaz de comprender que cuando uno es pisado, lo menos que puede hacer es gritar y protestar, a no ser que sea un vegetal o un cacho de piedra. Cualquiera que conserve un pelín de honestidad y que sepa leer puede convencerse de las falacias vendidas por la patronal, por sus servidores -el gobierno-, por sus sindicalistas lacayunos y por toda la cohorte de periodistas y tertulianos que mienten como bellacos en defensa de lo que hay, que de cara a su tren de vida es el correspondiente al mejor de los mundos posibles. Para convencerse de ello, reitero, dos libros vienen que ni pintados: el uno escrito por Ciudadano Pérez, titulado «¿Pensiones en peligro? Que la banca pague lo que debe», editado por El Viejo Topo, y otro de varios autores (coordinados por Antonio Antón), que lleva por explícito título «La reforma del sistema de pensiones», editado por Talasa. Tras las lecturas recomendadas, que explican meridianamente el asunto, quien continúe tragando las mentiras de sus gurús sindicales sin romper el carnet es que ha perdido cualquier sentido de la probidad y no es capaz más que de seguir, al modo de los miembros de un ciego rebaño, las voces de los amos, repitiendo sus baladas y engaños, y sabido es, y a algunos les viene al pelo por la combatividad que han solido mostrar y muestran en la actualidad, que -como dijese Victor Hugo- un león que imita a otro acaba convirtiéndose en un mono.

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