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ASTEKO ELKARRIZKETA | Arantza Amezaga

«Hay que recobrar los grandes capítulos de la Historia porque nos han quitado la memoria»

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Fermin MUNARRIZ

Es usted hija de un matrimonio al que la Guerra del 36 empujó al exilio en América. El desgarro y la nostalgia siempre acompañan al exiliado... ¿Cómo lo vivió usted en su familia?

Como un desgarro. Mis aitas se acordaban constantemente de Euskadi; tuvimos las maletas dispuestas para regresar durante casi cuarenta años, esperando el retorno... Mi aita murió en Caracas, ama sí volvió.

En el libro «Crónicas del Alsina» (1981) -que ahora está on line en la editorial Xamezaga- relato precisamente el viaje de mis padres hacia el exilio en América en 1941, pero no sólo de mis aitas, sino también de Telesforo Monzón, de Néstor Basterretxea y sus padres, de Teodoro de la Torre, de los que luego fueron delegados del Gobierno Vasco en Venezuela, del ex presidente de la República española Niceto Alcalá Zamora... También había un grupo importante de judíos, que escapaban de Europa. A los viajeros del barco «Alsina» les perseguían todos los totalitarismos.

¿Tienen los hijos del exilio dos patrias?

Sí, y yo casi puedo decir que tengo cuatro... Yo tengo a Euskadi como patria, pero también a Argentina donde nací a los nueve meses exactos de llegar mis padres a tierra firme, y a Uruguay, donde viví 13 años, y a Venezuela, donde viví otros 17...

¿Cómo es la imagen del vasco en los países en que ha vivido?

Es muy buena. La prueba está en cómo recibieron a los vascos exiliados en los tres países que yo conozco. En Venezuela, por ejemplo, donde en aquel momento [posguerra española y II Guerra Mundial] había una marea enorme intentando entrar por las costas, dieron a los vascos entrada libre. También en otros países de América, donde los inmigrantes y los exiliados han creado una imagen positiva como personas trabajadoras, honestas, gente de palabra... Hay una cuestión a destacar: la inmigración vasca en aquellos países era de hombres y mujeres y eso es importante para el país que los recibía porque suponía una mayor estabilidad familiar. Era gente que, prácticamente en una sola generación, pasó de lo que nos llamó Borges -«criadores de ovejas»- a llegar a la primera magistratura del país...

En algunos países de Sudamérica usan la expresión «palabra de vasco». ¿Qué le dice a usted?

Quiere decir honestidad. En Argentina y Uruguay lo empleaban mucho para decir que quien da una palabra la cumple, y se aplica particularmente en los negocios; quiere decir que es absolutamente fiable. En eso está implícito el fuero vasco, la honradez, el respeto a los demás si quieres que te respeten a ti.

¿El exiliado idealiza su tierra?

Muchísimo... Yo me crié en una tierra llana; en Uruguay hay sólo un monte -El Cerrito- y por eso para mí fue muy fuerte enfrentarme a la montaña cuando vine aquí, ya adulta. Recuerdo que en Uruguay me hablaban de las montañas de Euskadi, que eran maravillosas, verdes, con ovejas por aquí y por allá; no había manzanas más ricas que las del País Vasco, donde también se comía el mejor pescado del mundo... En definitiva, el país era el cielo... Es normal, a todos nos pasa eso. Si miramos atrás también pensamos que el tiempo pasado fue mejor que el presente. Ellos idealizan mucho Euskadi y no entienden esta guerrilla nacional que nos traemos entre unos y otros...

Vino por primera vez a Euskal Herria con treinta años... ¿Qué país encontró al llegar aquí?

Venía de Venezuela, que es una tierra de sol; allá los amaneceres y los atardeceres son una explosión de color. También predomina bastante el mundo negro con lo que tiene de impactante, de lujurioso, de colorido... Y yo me enfrenté a Pamplona en 1972...

En mi novela «Veinticinco cartas para una guerra», que no es autobiográfica pero sí tiene algo de ello, muestro el enfrentamiento de la mujer que viene de Córdoba [Argentina], que es la matriz de todas las ciudades americanas, y se enfrenta a la Pamplona previa a la Primera Guerra Carlista... Ahí explico el contraste entre el color y el blanco y negro; el contraste entre la alegría que da la libertad -cuando yo vine había democracia en Venezuela- y la tristeza que produce la dictadura -que había aquí-.

Su padre era escritor, traductor, hombre de amplia cultura... ¿Fue él quien le encaminó hacia la literatura?

Yo creo que lo llevaba en los genes, que venía conmigo. Mi padre montó una biblioteca en el exilio con el poquísimo dinero que tuvimos siempre en América. Mi aita fue mi tutor y fue excelente por la cultura tan grande que tenía. Creo que para él fue muy importante el día en que volví del colegio a casa furiosa cuando tenía 5 años. Mis aitas se preocuparon pensando que no quería ir al colegio, pero mi furia no era por eso, sino porque no me habían enseñado a leer y escribir; yo creía que eso se aprendía en un día...

Esa inclinación le ilusionó mucho a mi padre y procuró estimularla. Me dio lecturas; a los 10, 12 o 13 años me hizo leer a Jane Austen, a Shakespeare, a las hermanas Brontë.... pero, sobre todo, a sor Juana Inés de la Cruz, la poetisa mexicana del siglo XVII que era hija de vasco.

A pesar del argumento histórico, algunas de sus novelas contienen aspectos autobiográficos... ¿Qué parte de sus experiencias recogen aunque estén ambientadas en siglos pasados?

Todos los escritores somos un poco autobiográficos. Quizás el más autobiográfico de mis libros sería «Memorias de Montevideo», donde recuerdo mi infancia en Uruguay. Biográfico puede ser también «La txalupa de Radio Euzkadi», donde cuento la experiencia de Radio Euzkadi, que montaron aquellos jóvenes en la selva venezolana en 1965. Éste sí es puramente biográfico, aunque yo aparezco como una espectadora de lo que mi marido Pello [Irujo] y otros hicieron, montando aquellas torres enormes de radio que una compañía petrolera había desechado por viejas en el estado de Falcón. Ellos alentaron los aberri egunas de la década de los sesenta, publicaron libros -por primera vez en castellano «El árbol de Gernika» de George Steer-... El grupo nuclear estaba compuesto por Jokin Intza, que era el coordinador de todas las secciones, José Joaquín Azurza, que era el ingeniero; los más jóvenes del grupo eran Pello, mi marido, al que le tocó ser locutor, e Iñaki Anasagasti y Alberto Elosegi, que eran los periodistas. A mí me desecharon a la primera prueba porque el acento latinoamericano me delataba... [risas] Entonces me dediqué a escribir cosas. Javier Leizaola era el diplomático y hablaba con las autoridades venezolanas, que también sufrían presiones españolas... La Embajada de España sabía de alguna manera que la radio podía estar en Venezuela...

Precisamente se le llamaba «La Txalupa» con la intención de sugerir que emitía desde un barco en alta mar y despistar así al régimen franquista...

Sí, era una manera de extender falsamente que Radio Euzkadi era un barco que estaba dando vueltas por el mundo. Para mí fue una hazaña. Durante 13 años, aparte del delegado del Centro Vasco de Caracas, nadie supo con certeza que Radio Euzkadi estaba en la hacienda La Virginia, a 45 kilómetros de Caracas. Ése fue uno de los secretos mejor guardados del exilio.

En mi opinión, hay tres cosas importantísimas en el exilio vasco y las tres están relacionadas con Manuel Irujo: una es el Gobierno Vasco en el exilio; luego está la editorial Ekin, montada en Buenos Aires con un esfuerzo personal increíble por Andrés Irujo e Isaac López Mendizabal; y, finalmente, Radio Euzkadi.

¿Qué tipo de contenidos difundía Radio Euzkadi?

Daba mucha información. La mayor parte se basaba en el boletín que emitía el Gobierno Vasco en el exilio, que, en París, lo trabajaba entre otros Manuel Irujo. Eran informaciones precisas de lo que pasaba en el país. Se aportaba también la voz de Manuel Irujo, que en 1969 estuvo en Venezuela; la voz de Irujo tenía el poder de conmover, era un hombre con calor, con fuerza, con un mensaje claro... También se emitían canciones patrias que aquí estaban prohibidas. Se trataba, por un lado, de remover el sentimiento nacionalista y, por otro, de enviar el mensaje de lo que pasaba, no sólo en Euskadi sino en el mundo porque aquí no llegaba información con fidelidad.

Ha cultivado diferentes géneros pero en la narrativa se ha inclinado, fundamentalmente, por la novela histórica y de tema vasco. ¿Por qué?

Me apasiona la Historia y me gusta novelar. Cuando trabajo en una novela histórica me sale mi vena bibliotecaria y ando con mis fichas, día a día, del tiempo que abarca el libro. Pero la imaginación, a veces, va contra el tiempo y tengo que luchar un poco contra ello.

Me he dedicado a esto con verdadero fervor. Quiero comunicar que somos pueblo vasco desde siempre, que no han podido con nosotros ni el Imperio Romano ni las invasiones de godos, visigodos, carolingios o castellanos.... Yo creo que una de las grandes glorias del pueblo vasco es que nunca hemos sido invasores; hemos sabido defendernos del invasor; hemos resistido hasta hoy. Eso me apasiona, somos un pueblo resistente, capaz de seguir reclamando lo que ya está escrito en el fuero: ser dueños de nuestra vida y destino. Tenemos que serlo.

¿Su obra literaria es, por ello, un intento de recuperar la memoria histórica de los vascos?

Sí lo es. He dejado los siglos XVIII y XIX y ahora estoy en el siglo XX; voy a seguir escribiendo la continuación del viaje del «Alsina», que prosigue con el barco «Quanza», que lleva al grupo de exiliados de Casablanca a América. Y tengo otra novela en cartera, la historia del lehendakari Agirre cuando era el doctor Álvarez en Berlín. Es una historia apasionante; si eso le hubiera pasado a un inglés, tendríamos veinte películas hechas.

Dentro de lo que yo pueda -modestísimamente-, quiero dar testimonio de los grandes capítulos de nuestra Historia, que son hermosos, desgarradores, algunos muy tristes; hay que recobrarlos porque nos han quitado la memoria, y eso no lo podemos permitir.

Hay otra constante en su narrativa: muchos de los personajes se guían por los valores ilustrados de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad... En algunas obras hay también un trasfondo de revueltas libertarias. ¿Qué hay de ello en usted?

Todo... Una vez, cuando era chica, le dije a mi aita que me gustaban los conceptos, los ideales, de la Revolución Francesa; se enojó y me dijo que el fuero vasco contemplaba eso antes, entonces me leyó el Fuero de Bizkaia; desde entonces, para mi siempre ha sido un código moral.

Por otra parte, cuando entronizaban a los reyes de Navarra, los que le alzaban sobre el escudo o el pavés, le decían: «Cada uno de nosotros vale tanto como tú y, todos juntos, más que tú...» Ése es un concepto de libertad y yo creo que es importantísimo para que el hombre o la mujer lo lleven consigo, porque la libertad de una persona termina donde empieza la del otro; es saber recibir y dar, tener conciencia de hasta donde puedes seguir y hasta donde no. La libertad es responsabilidad.

Es usted autora de la biografía más exhaustiva de Manuel Irujo. ¿Qué supuso Irujo para el nacionalismo vasco?

Lo fue todo. Cuando comencé con el libro, me pregunté cómo abarco a un hombre que nace en 1891, casi en «La Gamazada», que es contemporáneo de las guerras de África, de las mundiales, de la Guerra Civil... Era un hombre de una personalidad magnífica. Como mi marido, tenía un gran sentido del humor, que para mí eso es muy importante en la vida. Eran hombres de un calibre patrio perfecto y, al mismo tiempo, humanos, siempre rechazando la violencia, siempre a favor de la palabra.

Irujo fue uno de los ideólogos del nacionalismo vasco; idealista pero también pragmático. ¿Aprecia su legado en las generaciones abertzales de hoy?

No lo sé... Uno de los defectos que veo en el pueblo vasco es que leemos poco, y a Irujo, que ya no está, hay que leerlo. Yo creo que Manuel Irujo fue un futurista, creo que todavía hoy es un hombre moderno. Cuando leo cosas suyas veo a un hombre que está pensando en el futuro de Euskadi desde la perspectiva de hoy. Fue un hombre de la paz. Cuando accedió a ser ministro de Justicia de la República en 1936 salvó a cantidad de gente.

Y un hombre que había sido rico vivió toda su vida como un monje. Yo conocí en París el cuarto donde vivía, en el que sólo cabía la cama y una silla... Eso dice mucho de una persona; sus valores fueron reales. Sacrificó todo por Euskadi; eso importaría mucho recordarlo hoy.

Otra aspecto: en 1941 redactó en Londres una constitución para Euskadi -la única-. Poco antes de quedarse sin habla y de morir, nos dijo: «Mi única constitución es «gora Euskadi askatuta»». Era el mensaje que nos dejaba.

Irujo en un mitin en 1934 en Tolosa: «Sólo hay un camino para conseguir la soberanía de la gran Euzkadi: ¡Navarra!». ¿Tienen vigencia aquellas palabras?

Sí tienen vigencia porque el único estado vasco ha sido Navarra; formamos un reino entre todos. Antes de su liquidación en 1512 nos desgajaron a los guipuzcoanos, vizcainos y alaveses, pero no nos fuimos alegremente como se cuenta por ahí, Castilla era un pueblo guerrero.

El nombre de ese estado vasco lo podremos decidir en referéndum -será tremendo [risas]-. Para mí, el significado de Euskadi es claro porque mis padres lo perdieron todo por la palabra Euskadi y yo lo tengo que recordar así. Pero en ese gran referéndum, Navarra tiene que estar; es absolutamente imprescindible porque Navarra fue el estado vasco por excelencia, la gran creación política del genio vasco, como decía Manuel Irujo.

Sin embargo, es en Nafarroa donde más contratiempos está encontrando la convergencia de fuerzas abertzales que se está dando en Hego Euskal Herria... ¿Qué ocurre?

Primero, que somos como somos. Hay obstáculos, a veces, que son casi insalvables por nuestra propia condición. Creo que la izquierda abertzale tiene que hacer su camino; en política cada uno debe hacerlo. Eso no quiere decir que todos revueltos o nada; cada uno debe hacer su camino porque tiempo es -y desgraciadamente ya lo hemos visto en Bizkaia, Gipuzkoa y Araba- de tomar decisiones de coaliciones. Ibarretxe sacó 84.000 votos más que López... Tiempo vendrá de confluencias, pero en principio hay que hacer camino claro para que el electorado no se confunda.

Antes comentaba que los vascos de la diáspora ven con incomprensión las rencillas del interior del país. Supongo que usted sigue manteniendo rela- ción con gente de los países donde ha vivido. ¿Qué impresión le transmiten sobre la situación actual Euskal Herria?

Yo creo que están confusos pero aliviados. Hay un espíritu de relajación porque ETA ha dejado las armas; ETA nos ha costado mucho al país, no sólo por lo que ha hecho sino porque tantos hombres y mujeres que yo valoro mucho podían haber estado en la función de la paz y no en las cárceles.

Gracias a Internet tengo muchas relaciones en América; todos me preguntan si vamos a conseguir la paz. Yo les digo que sí y que va a ser buena, porque toda la energía va a estar en hacer país y en que todos vivamos mejor económicamente, en que nuestros jóvenes tengan más oportunidades para estudiar, para investigar... Yo creo que un país se hace así. Tengo una edad y es posible que muchos de mis conceptos no estén al día, pero creo que un país se hace así; al menos yo he querido eso para mis hijos y hemos luchado para que así sea: gentes de bien, de provecho...

Recuerdo una vez que Telesforo Monzón -a quien admiraba y quería y él también a mí- hablaba de la guerra y la lucha; le escribí una carta para decirle que yo no quería la guerra para mis hijos. No la quiero para mis hijos ni para los hijos de los demás; no quiero más sangre vasca derramada, hemos sufrido mucho con las guerras.

Yo quiero para el pueblo vasco lo que hemos conseguido los vascos en América... Era una constante de los padres querer tener a sus hijos en la universidad, progresar... En América se crearon los centros vascos, pero también los grupos de socorro mutuo para ayudar a los que lo necesitaban, y asilos para ancianos y cementerios... El vasco procura mejorar, pero mejorar todos. El centro vasco de Caracas, por ejemplo, se levantó en sólo diez años de la llegada de los exiliados de la guerra, que llegaron en alpargatas... Eso es la muestra de un pueblo que quiere vivir y que quiere que se le respete...

¿Tal vez es el anhelo de soberanía el que nutre esa voluntad?

Por qué no... Hay un libro que recomiendo leer, «El árbol de Gernika» de George Steer, un inglés culto, reportero de guerra que vino a Euskadi en 1936 y vio cómo actuaban los vascos en la guerra. Él vio cómo se organizaba el Gobierno Vasco, sin especulación de alimentos y donde el lehendakari comía lo mismo que el último de la calle. Nueve meses sitiados, con continuos bombardeos... Steer se admira de los vascos, de la capacidad de administrarse con unos recursos tan exigüos, y nos llama «grandes administradores». Posiblemente necesitamos administrarnos nosotros; tenemos que desarrollar esa capacidad.

Claro que creo en la independencia, pero creo en la independencia de todos los pueblos, y en la federación de los pueblos. Yo hubiera querido más una Europa de pueblos que de estados. Eso es lo que proclamaba Irujo; y se preguntaba quién creía en Europa en los años cincuenta con las ruinas de la guerra mundial, tras la matanza terrible... ¿Quién podía creer entonces en una Europa como la que estamos viviendo hoy? Era una utopía, pero hay que caminar hacia las utopías con inteligencia, con trabajo, con organización...

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