Jon Odriozola Periodista
Autonomías y lenguas
Incapaces de resolver el problema en origen, crean otros. Y se lamentan ahora de que ese estado autonómico es políticamente inmanejable y financieramente inviable. En realidad, añoran el Estado concentracionario
El llamado Estado de las autonomías, tan cuestionado últimamente, fue un arreglo improvisado en el que nunca creyeron sus propios autores. Un emoliente y una corma a la vez. La pretensión de rebajar las aspiraciones de las llamadas «nacionalidades históricas» dio como resultado su disolución en lo que se dio en llamar «café para todos» inventando taumatúrgicamente autonomías donde jamás las hubo: una chapuza, otra más. Incapaces de resolver el problema en origen, crean otros. Y se lamentan ahora de que ese Estado autonómico es políticamente inmanejable y financieramente inviable. En realidad, añoran el Estado concentracionario.
Recién en el Senado español tuvo lugar un debate sobre estos temas y surgió la recurrente polémica sobre los «pinganillos». ¿Cómo puede ser, en qué cabeza cabe, que senadores catalanes, vascos, gallegos hablen en sus lenguas vernáculas y no lo hagan en «español», idioma que todos saben y hablan? Incluso aducen, evidenciando su nulo lábel democrático, el ahorro que supondría en tiempos de crisis en traductores despreciando la función territorial del Senado, al menos en teoría. ¿Por qué, pues, no hablar en la koiné española?
El lingüista madrileño Juan Carlos Moreno Cabrera escribió un libro titulado «El nacionalismo lingüístico»,obra luminosa y coruscante, donde desarticula la mecánica identificación que se hace entre «español» y «castellano». O la falsa relación y subordinación que se establece entre dialecto y lengua.
Viene a decir el autor,en síntesis,que se trata de llevar la supremacía o superioridad política, demográfica, militar o económica,al terreno lingüístico, el «español» en este caso. Distingue entre dialectos (incluido el castellano como variedad lingüística derivada del latín), que son lenguas,y las «lenguas estándar»,que son registros elaborados -política e ideológicamente por las élites dominantes en su día-, de manera culta y literaria, en base a un dialecto concreto, el castellano en este caso.
Le importa mucho recalcar que el castellano no se ha transformado mágicamente en «español», tesis de Menéndez Pidal, para quien, acabáramos, la lengua castellana es la lengua española por antonomasia «siendo el resto de las lenguas peninsulares ciertamente españolas, sí, pero no el español por antonomasia». Es este pensamiento pidaliano el que priva y prolifera en el corpus nacionalista -inconfesado- lingüístico español. Un nacionalismo velado que no se pregunta que pueda ser posible hablar en el Senado en español canario o sevillano o argentino, algo impensable.¿Y acaso no se habla del inglés norteamericano para diferenciarlo del de Oxford, como hacía Oscar Wilde en lo que era algo más que una boutade? Y no lo hace porque está interesado en creer que son dialectos -como el «andaluz»- de la lengua estándar española cuando, en realidad, esta última es una abstracción que no la habla nadie pues que las lenguas no nacen estandarizadas sino que son cultivadas de una determinada manera en una cultura concreta a partir de los usos orales. O sea, primero fue el huevo oral-coloquial y, luego, la gallina estándar, y no al revés. Yo le daré al cocoliche (una jerga, ojo, no una bebida.)