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El «cordón sanitario» ha caído y una política destinada a recrearlo está condenada al fracaso

En su sentido metafórico, la utilización de la expresión «cordon sanitaire» se atribuye al primer ministro francés Georges Clemenceau, que en 1919 propuso una entente entre los países fronterizos con la recién creada Unión Soviética para evitar el avance del comunismo hacia el oeste de Europa. El significado de esa expresión es claro: hay que establecer una «línea de cuarentena» que evite el contagio de aquellas ideologías y partidos considerados peligrosos por el statu quo. Para que el cordón sea efectivo son precisamente los partidos que en algún sentido tienen afinidad ideológica o intereses comunes con aquellos a quienes se quiere discriminar los que tienen que adoptar el compromiso de no llegar a acuerdos con éstos.

Tal y como se ha mencionado, esa política se utilizó en un principio para frenar el auge del pensamiento y la práctica revolucionaria de izquierda, si bien en los últimos años y en el contexto europeo la idea del cordón sanitario ha sido utilizado en relación a partidos de extrema derecha -en general, a la izquierda no se le aplican cordones, sino represión en estado puro-. Resulta curioso comprobar que, en el caso del independentismo vasco, apenas se ha utilizado este término. Hasta ahora, cuando la idea de la «cuarentena», aunque jurídica y políticamente inaceptable, se ha hecho popular entre los mandatarios españoles. Una de las razones por las que en el caso vasco no se ha utilizado el término «cordón sanitario» es porque no estamos hablando de un movimiento marginal que tome fuerza en un contexto puntual, sino de un movimiento político bien estructurado, socialmente muy dinámico que, además, de manera sostenida ha sido políticamente determinante durante varias décadas. Hasta el punto de que muchos de los lugares comunes compartidos en la sociedad vasca, incluso entre quienes no comparten los objetivos de la independencia y el socialismo, son los mismos que ha defendido ese movimiento desde sus orígenes: entre otros, que existe una nación llamada Euskal Herria que tiene derecho a decidir su futuro; la percepción de que la transición española no supuso una ruptura con el franquismo; la evidencia de que respecto a Euskal Herria eso ha generado una legislación de excepción bajo la que, entre otras cosas, se ha torturado sistemáticamente; una conciencia social más avanzada que en otros lugares de nuestro entorno; la concepción de que un conflicto consta de dos partes y que, por lo tanto, no se puede hablar de «la violencia» en singular -y que, en consecuencia, las víctimas de un conflicto también son plurales-; y, cómo no, la idea básica de que los conflictos políticos se resuelven políticamente o no se resuelven.

En definitiva, tras casi diez años de segregación política y legal contra la izquierda abertzale, la realidad social vasca se mantiene tozudamente estable, situada en parámetros que a estas alturas sólo el juego democrático real puede cambiar en un sentido o en otro. En este escenario la capacidad de veto y de bloqueo es la que determina el verdadero poder político. Para alterar esa balanza de poder hay que ser capaces, antes de nada, de romper ese bloqueo. Y para ello es necesario romper el mencionado «cordón sanitario». Ésa es precisamente una de las características del momento actual: quienes hasta ahora no han sufrido la segregación ya no apoyan la legalización de todas las opciones políticas en términos de solidaridad, sino en términos de cambio de ciclo, de necesidad política y democrática. Y eso supone un salto cualitativo que puede ayudar a abrir definitivamente un nuevo escenario. La convocatoria de la manifestación del próximo sábado en Bilbo es un buen ejemplo de ello.

«¿Qué hacer?», más allá de las elecciones

La pregunta «¿qué hacer?» sirvió a Lenin como guía para definir el papel del partido y sus características en el proceso revolucionario. Mucho ha llovido desde entonces, y tanto las experiencias pasadas como los cambios estructurales ocurridos obligan a buscar nuevas respuestas. Pero la pregunta permanece. Todo proyecto que persiga la transformación social y política debe partir de ese punto de reflexión. Sortu es un buen ejemplo.

Quienes quieran entender los pasos dados por la izquierda abertzale sólo como un debate de principios, por ejemplo en un sentido de dejación de éstos, habrán asumido el marco que quieren establecer los securócratas españoles. Quienes limiten el cambio operado en la estrategia independentista a una mera adecuación de los medios estarán desvirtuando la dimensión de la apuesta. Asimismo, quienes consideren que algo de lo dicho por sus portavoces pone en cuestión los objetivos históricos de ese movimiento político, o bien no han escuchado y leído las propuestas aprobadas por las bases de ese movimiento o bien actúan de mala fe. Lo realmente importante de este momento es la dimensión de la apuesta realizada por la izquierda abertzale, el escenario que está abriendo y las potencialidades que esa situación ofrece.

Una vez más, la izquierda abertzale ha roto el esquema impuesto por sus adversarios. Desde un punto de vista democrático la carga de la prueba está ahora sobre el Estado español, sobre su Gobierno y sobre su sistema judicial. Ahora es el Estado español, y no la izquierda abertzale, el que debe responder a la pregunta «¿qué hacer?».

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