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CRíTICA teatro

Ello es bello

Carlos GIL

La ceremonia de la palabra endiablada, la que se lanza como un boomerang, la que siempre lleva una carga de profundidad de efecto retardado, tiene en este gran actor, Ángel Pavlovsky, una de sus más genuinas representaciones, en toda su magnificencia teatral. La ambigüedad se convierte en don, en una declaración de principios, una proclama de humanidad, que deja en la obsolescencia a  los géneros, a el él o el ella, para instalarse en el ello, o quizás en algo mejor, en el ser humano, o en el ser vivo, sexuado, pero vindicando la elección por encima de la selección. La voluntad de cada cual para ser ahora él, y después ella, o para no serlo.

Se instala en una calculada ambigüedad escénica, que se sustenta en un texto absolutamente medido, vivo, cercano, de contacto directo con los espectadores, pero estructurado de una manera exacta, sin dudas para transmitir no solamente una serie de situaciones humorísticas sino para reflejar una visión del mundo, del ser humano, de la propia vida, a través de la rutina, la muerte o las relaciones familiares, con la madre como gran figura central, castradora o animadora, pero central en el núcleo de control, es decir la familia.

En esta ocasión, se hace acompañar por su sobrina, que le subraya la situaciones, le orienta en la espesa niebla a la que se somete durante el espectáculo. Nunca está en la claridad, sí sobre los focos pero siempre en una espesura de humo sintético para darle misterio, para ir de la teatralidad a lo teatral, para que sus textos, su actuación, no sea una obviedad, y todo nos sitúe en ese vive la vida final, o en esta proclama de amor teatral que siempre le hemos profesado: Ello es bello.
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