El monarca saudí Abdullah retornó ayer a su país tras una ausencia de tres meses por razones médicas. Tres meses en los que el mundo árabe ha cambiado, tras los que ya nada será igual. Ni siquiera para un reino cuya estabilidad es una preocupación global, que es el máximo productor y propietario de una quinta parte de las reservas de petróleo del mundo y un aliado clave de EEUU. Arabia Saudí está bajo presión. Rodeada por revoluciones de varios tipos y obligada a hacer algo. De hecho, ya se ha convocado un «Día de la Ira» para el próximo 11 de marzo.

Amenazada por una nueva generación de revoluciones, han apostado por utilizar el dinero del petróleo para comprar el silencio, la servidumbre y la sumisión del pueblo. Inyectarán miles de millones de dólares en programas sociales con el objetivo de construir un cortafuego. Pero las nuevas generaciones de saudíes no piden donaciones, exigen derechos que no pueden ser comprados con dinero. No se rebelan por que tengan hambre sino porque reclaman su propia dignidad. La causa por la libertad y el fin de la brutalidad en Arabia Saudí es una causa que merece atención, apoyo y el mejor de los deseos.