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Europa protege a sus «dictadores favoritos»

La Intifada que sacude el mundo árabe no demanda pan y mantequilla o puestos de trabajo, sino libertades individuales y un desarrollo social justo y radicalmente democrático. Millones de árabes sin voz han ganado ya el derecho a la palabra. Con su lucha están intentando ser dueños de sus historias y determinar sus destinos. Los grandes perdedores están siendo los autócratas que han expoliado las riquezas naturales y los bienes colectivos y, a sangre y plomo, han suprimido la disidencia y han desatendido las esperanzas y aspiraciones de sus ciudadanos. La ironía ha hecho que los jefes de las repúblicas hereditarias -Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Argelia- sean más vulnerables que los reyes, califas y sultanes de unas monarquías -Bahrein, Omán, Arabia Saudí, Jordania o Marruecos- tan quijotescas, quizás más brutales y, sin duda, predilectas para los poderes occidentales.

Sin embargo, tras el alzamiento de Bahrein donde el clan de los Jalifa ha reinado más de tres siglos en un régimen de segregación de la mayoría chií, las protestas en el rico en petróleo sultanato de Omán se expanden, mientras en Qatar, Kuwait y Arabía Saudí, donde la monarquía medieval y absolutista hace y deshace a su antojo, ya se han convocado los «Día de la Ira» respectivos. Si bien la confrontación libia puede influenciar cambios en los movimientos de protesta y las respuestas de los autócratas amenazados por la insurrección, todo parece indicar que los monarcas, sultanes y califas tendrán el apoyo de Occidente para dirigir «pacíficas transiciones» que defiendan sus intereses. No en vano estos autócratas esponsorizan grandes clubs de fútbol, compran deuda soberana de estados europeos al borde de la bancarrota, sostienen económicamente monarquías europeas, condicionan a Europa donde es más sensible: el petróleo y el crédito.

La prosperidad europea no puede venir a expensas de monarcas absolutistas y la falta de derechos para la gente de esos países. Si la marea alta llega a arrollarles los poderes occidentales perderían a sus «dictadores favoritos» de primera generación. Pero sería una buena noticia.

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