Joseba Ariznabarreta Profesor universitario de Filosofía
Sobre liderazgo
Con reflexiones que acompaña con citas y argumentos de filósofos como Spinoza o Hobbes, Ariznabarreta aborda el hecho de la fuerza, «que reside siempre en las masas», y mueve el mundo y las sociedades, y la compara con la razón y el idealismo. Afirma que las masas, en lugar de parecerse a un monstruo de cien cabezas, tienen que estar guiadas «como si fuera por una sola mente». Por tanto, concluye, «si ha de triunfar la población», numerosa y más o menos homogénea, de un territorio determinado, necesita de «líderes idóneos».
El idealismo, como Spinoza muestra en el capítulo I de su «Tratado Político», consiste en creer que basta que las cosas «deban» ser de cierta manera para que, con el apoyo de la opinión pública de un estado de Derecho, acaben deviniendo realmente tales. Dicho de otra forma, los idealistas piensan que la Razón (con mayúscula para que se comprenda mejor de qué estamos hablando) acabará siempre triunfando, porque cuando así no ocurra, en última instancia estaremos en presencia del fracaso por antonomasia, es decir, de la negación coyuntural del carácter racional de la naturaleza humana, que es precisamente lo que a toda costa tratan todos ellos y siempre de evitar.
No puede, pues, achacárseles responsabilidad, al menos intelectual o moral. Paciencia y esfuerzos redoblados, al amparo de la ley, terminarán por llevarnos progresivamente -el tiempo y/o la providencia lo atestiguan- hasta un mundo más justo, más libre y más pacífico. Spinoza atribuye esta opinión a los filósofos en general que, por ello, suelen tener que conformarse con alabar lo inexistente y vituperar lo que realmente existe. Como portavoces de la Razón -poder zigzagueante, de flujo y reflujo, pero perceptible en la larga duración-, se consideran exentos de cualquier posibilidad de definitiva derrota.
En cambio, los políticos, puesto que tienen a la experiencia por maestra exclusiva y andan a la busca de objetivos más mundanos y rabicortos, nunca enseñan ni toman en consideración nada que se aparte de la cruda y a menudo sórdida realidad, sin hacer ascos a ningún medio que consideren útil para alcanzar sus turbios propósitos. No es de extrañar, pues, que en todos aquellos asuntos que tienen que ver con actividades públicas de los humanos -con más querencia al miedo que a la Razón- sean estos últimos y no los «filósofos» los encargados de dirigirlos, gestionarlos y «resolverlos».
Pese a que pueda resultar un tanto paradójico, el autor aparentemente cartesiano y liberal de la «Ethica Ordine Geometrico Demonstrata» es un realista apenas camuflado que intenta enseñarnos a tratar con los «hechos» antes que con «los derechos y/o los deberes». Así afirmará con rotundidad que es un hecho, y no un derecho, que la fuerza -condición necesaria del poder- reside siempre en las masas y que del hecho de ejercerla deriva toda su legitimidad. Hace muchos siglos que la potestas dejó de ser efectivamente distinta del dominium y el resultado de esta fusión dio lugar a lo que todavía hoy se entiende por soberanía. La potestad del soberano procede en exclusiva del dominio efectivo que ejerce... y mientras lo ejerza.
En otras palabras, lo que Spinoza nos quiere decir es que el hecho y el derecho son dimensiones, facetas o modos de hablar de la misma relación: el hecho de que el pez grande se coma al chico muestra en el acto mismo de engullirlo todo el derecho -ni más ni menos- que asiste al primero. Las quejas del pececillo devorado, cuando se producen, ni siquiera se escuchan en medio del estruendo de las agitadas aguas del mar. El temor de los grupos gobernantes respecto de la población sobre la que mandan directamente -muy superior al que provoca el enemigo «exterior»- revela que conocen muy bien el lugar de la potencia de donde proviene el riesgo mayor y más inmediato para el poder que detentan.
A lo largo de la historia esto ha sido reconocido por numerosos autores que han mantenido siempre que es la fuerza y no la Razón la que mueve el mundo, incluidos los horizontes o las partes del mismo que denominamos sociedades. Los clásicos se han referido con frecuencia al temor que la multitud -Shakespeare («Coriolanus», escena III) la compara con un monstruo de cien cabezas- inspira a los gobernantes de turno y cómo se esfuerzan en mantenerla amordazada mediante extrema violencia y todo género de artimañas y supercherías: «Terret vulgus nisi metuat», dirá Spinoza en Ethica IV, Propos. 54, Scholium.
Los sucesos que están teniendo lugar ahora mismo en la antigua Cartago, en Egipto, etc. evidencian una vez más cuanto venimos diciendo. Podemos observar cómo la potencia de la multitud, cada vez que se desembaraza del miedo inducido que la tiene atenazada, produce pavor entre los gobernantes de turno, sobre todo si se tiene en cuenta la estela de escepticismo, miedo, muerte y destrucción que han solido dejar tras de sí.
En la actualidad el desarrollo tecnológico promovido o asimilado por las grandes potencias imperialistas ha hecho posible la creación de eficacísimas thought-polices -auténticos «ojos de Dios» secularizados- que gestionan los movimientos de la multitud para que no resulten tan desoladores como imprevisibles e ineficaces. Son capaces, con la ayuda de interesados colaboradores internos o viceversa, de domesticar al monstruo convirtiéndose en su única cabeza pensante. En este sentido el conjunto de estados imperialistas mitigan sus temores y capean las tormentas generadas por la multitud sin arrostrar las trágicas vicisitudes de otros tiempos.
Pero en algunas ocasiones presenta un carácter indudablemente positivo dando lugar entonces a una verdadera revolución, porque la potencia de las masas se convierte en irresistible poder renovador contra el que nada pueden los partidarios de conservar el orden establecido. Para que eso tenga lugar, las masas en lugar de parecerse a un monstruo de cien cabezas tienen que estar guiadas «como si fuera por una sola mente», es decir, tienen que constituir un pueblo, único grupo humano con capacidad de acción política (Hobbes). De cuanto venimos diciendo se desprende que, en este caso, las masas, sede de la potencia, resultan invencibles y acaban triunfando inevitablemente, logrando modificar cualitativamente la realidad política en provecho propio por auto-limitación, -en forma de constitución material y formal- del «exceso» constituyente que les caracteriza.
Por tanto, si ha de triunfar, la población numerosa y más o menos homogénea de un territorio determinado necesita de líderes idóneos. Pero un pueblo sometido no está en condiciones óptimas para precisar, reconocer y seleccionar el líder más conveniente para los intereses que defiende. Como es lógico, en asunto tan crucial los grupos dominantes disponen de importantes bazas que utilizarán sin duda para tratar de llevar las aguas a su molino. O bien intentarán crear tantas facciones como les sea posible con diferentes y antagónicos cabecillas que impidan cualquier acción conjunta y coordinada de alcance político, o bien conseguirán establecer una cabeza que no se corresponde con las funciones necesarias del cuerpo al que se superpone. Tanto en uno como en otro caso, las esperanzas de triunfo de los sublevados se esfuman indefectiblemente por previo o implícito derrumbe, liquidación o des-aparición del imprescindible nivel estratégico del que ambos elementos de la disyunción se siguen como eslabones de una cadena. La batalla por el liderazgo es parte esencial del enfrentamiento o la guerra estratégica global entre grupos antagónicos. Tenerlo en cuenta quizá pueda ayudar a plantearla, estudiarla y resolverla con acierto antes de que haya que lamentar consecuencias imprevistas y no deseadas.
Cuando las condiciones muy sucintamente descritas arriba están al alcance de los insurrectos, éstos pueden albergar esperanzas fundadas de salir victoriosos, «siempre que -añade Hobbes- midan la justicia de sus actos por su propio criterio».