Larga historia de tortura e impunidad
A la Fiscalía del Tribunal Supremo español le parece excesiva la condena que la Audiencia Provincial de Gipuzkoa impuso al sargento de la Guardia Civil Juan Jesús Casas por las torturas a las que sometieron a Igor Portu y Mattin Sarasola. En total el castigo impuesto a dicho mando asciende a cuatro años, pero el fiscal pide que sea rebajado a dos. Al parecer, ese grave delito de un responsable de velar por el cumplimiento de la ley no lo es tanto como, por ejemplo, la quema de un cajero, por lo que varios jóvenes vascos han sido condenados a más de diez años de prisión.
A lo largo de la historia de la «modélica» democracia española, sus gobiernos no sólo han hecho caso omiso a las denuncias de torturas negándose a investigarlas, sino que las han negado en todo momento y, en las escasas ocasiones en que alguna instancia judicial ha abierto un proceso contra miembros de las Fuerzas de Seguridad, e incluso cuando ha existido sentencia condenatoria, han mantenido su postura de negación de la tortura e incluso han entorpecido la investigación, por no hablar de los indultos, ascensos y condecoraciones a agentes condenados. Por eso resulta normal, por habitual, la postura gubernamental reflejada ahora en el recurso de casación presentado por el fiscal del Supremo, pero choca frontalmente con las exigencias de rechazo a la violencia que esos gobiernos han sido incapaces de cumplir, al igual que en éste, en otros muchos casos.
Las denuncias de los últimos jóvenes vascos detenidos por la Guardia Civil, entre ellas el sobrecogedor relato de Beatriz Etxebarria, no han provocado la inmediata reacción de ningún fiscal ni condena preventiva alguna por parte del Gobierno español, que se atreve a poner en cuestión la credibilidad de otros. En su caso no sólo se trata de ganar credibilidad, sino sobre todo de dejar de garantizar la impunidad, uno de los factores que, junto a la incomunicación de los detenidos, posibilitan la tortura, y cuya supresión también le compete.