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Sabino Cuadra Lasarte Abogado

La clase política nos preocupa

El sueldo de los electos no debería superar el salario medio en su respectiva comunidad, y los grupos deberían tener cubiertos todos los gastos derivados de su actividad, pero ni un duro más

Lo dicen las encuestas. Los políticos son percibidos como un elemento de preocupación por una parte creciente de la población. En la última realizada por el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) el pasado mes de febrero, la clase política y los partidos políticos aparecen como el tercer problema de nuestra sociedad, por detrás tan solo del paro y la situación económica.

El Código Penal regula los llamados delitos electorales. Curiosamente, no figura el fraude más generalizado y grave existente, cual es realizado por aquellos partidos que prometen defender una política determinada y luego realizan otra completamente distinta. Los ejemplos del actual Gobierno del PSOE son claros en este sentido: modificaciones regresivas en los impuestos (Patrimonio, IVA...), congelación de pensiones, reforma laboral, alargamiento de la edad de jubilación, etc.

En buena lógica, todos estos comportamientos deberían ser bastante más delictivos que muchos de los antes comentados, ya que de ellos se deriva el carácter ilícito del propio Gobierno por atentar así contra el primer principio constitucional: la soberanía popular. La inhabilitación a perpetuidad para el ejercicio del cargo público, el escribir dos o tres millones de veces «no volveré a mentir bajo ninguna de sus formas y maneras», el alejamiento por vida con respecto al término municipal, autonómico o estatal en el que hubiera sido cometido el delito, la recuperación de la pena de galeras, el despojo patrimonial, etc. podrían ser algunas de las medidas a estudiar para escarmentar a tanto canalla disfrazado de «representante» político.

Debería impulsarse un radical saneamiento de la actividad pública a fin de atajar de raíz el proceso por el cual los políticos se convierten en una clase distante de las personas a las cuales deben servir. Es decir, hacer frente a las causas por las cuales éstos pierden su carácter de representantes populares y se convierten en una casta privilegiada atenta, sobre todo, a la defensa de sus propios intereses personales y grupales.

Se acercan las elecciones municipales y forales. No hay día en que no se nos anuncie que un partido acaba de cerrar sus listas electorales en una localidad o las marquesinas nos muestren las sonrisas de sus cabezas de lista junto al último ingeniosísimo super-eslogan electoral pagado a doblón a la empresa de marketing publicitario de turno. El mercado electoral está que arde.

Durante el pasado año 2010, el total percibido por los distintos grupos del Parlamento Foral ha sido, como mínimo, el siguiente: UPN, con 22 parlamentarios, 2.208.543 euros; Na-Bai y PSN, con 12 parlamentarios cada uno, 1.275.429 euros; IU y CDN, con 2 parlamentarios cada uno, 330.318 euros. De estas cantidades la mitad, aproximadamente, corresponde a los sueldos percibidos por los parlamentarios y la otra mitad a las cantidades entregadas a cada partido para su funcionamiento: personal, actividades...

A lo anterior habría que sumar las cantidades percibidas por viajes, dietas, asignación de asistentes, locales y oficinas parlamentarias, etc., así como aquellas otras cobradas por su participación en los órganos de la CAN, el Plan Moderna, etc... Por supuesto, dejamos fuera de este análisis los ingresos «atípicos» que, tal como nos muestra la prensa diaria y nos confirma nuestro olfato anti-corrupción, se encuentran también bastante generalizados.

Uno piensa que el poder real, es decir, eso que se encuentra más allá de los gobiernos y los parlamentos, está interesado en fomentar la conversión de los partidos políticos en garrapatas institucionales. Por ello se entrega a los mismos unas cantidades muy superiores a las necesarias para garantizar el funcionamiento de sus grupos parlamentarios, a fin de que sean destinadas, grosso modo, a proporcionar un alto estatus económico y político a sus electos, así como a financiar buena parte de la actividad general de esos partidos: liberados, funcionamiento diario... La necesidad de contar con una amplia base militante, afiliada y cotizante desaparece así en buena medida. Claro está, con la aceptación de este juego se consigue que los partidos se enreden cada vez más en la compleja maraña institucional, aislándose crecientemente de su base militante y afiliada.

Uno piensa que el sueldo de los electos no debiera superar el salario medio existente en su respectiva comunidad (en Nafarroa, en 2010, éste era de unos 25.000 euros, mientras que el de los parlamentarios ascendía a 53.000 euros); que los grupos deberían tener cubiertos todos los gastos derivados de su actividad, pero ni un duro más; que las cuentas de cada grupo deberían ser públicas y accesibles; que debería existir una incompatibilidad total entre la presencia en otros órganos y el cobro de cualquier tipo de retribución o dieta; que los cargos públicos y los gobiernos deberían poder ser revocados de sus puestos por infringir el contrato que por medio de un programa les ligó a sus electores, etc.

Se acercan las elecciones y los partidos comienzan a realizar sus campañas de marketing e imagen. Sería bueno también que dijeran cosas concretas en relación con el propio estatus económico, personal y de poder en el que pretenden ubicarse. Cosas concretas, vamos, no principios morales.

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