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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU

La ciudad, lugar inacabado

Comienza Iñarra su reflexión sobre la ciudad, comparándola con el útero materno, «espacio de seguridad», «pero también de dependencia». Afirma que, a diferencia de los lugares deshabitados que «se asemejan al vacío», las ciudades de hoy serían «los espacios acumulados», que representan la desigualdad, donde lo colectivo se desmoviliza y las relaciones se rigen por el mercado. La ciudad moderna, en fin, viene a ser producto del temor del ciudadano a la naturalidad. y concluye que no es posible construir una ciudad diferente sin una desmercantilización.

El espacio es el soporte donde se desenvuelven las múltiples formas de vivir. Se parece al útero materno, espacio de seguridad para el futuro bebé pero también de dependencia. Funciones paradójicas que le proporcionan su carácter misterioso y complejo. En él conviven mutuamente implicados elementos tales como el territorio, sus habitantes, la luz, los edificios o el clima entre otros.

El espacio se asemeja al vacío, elemento primordial en la tradición cultural china, en su filosofía y las artes en general. En este sentido, comenta F. Cheng en «Vacío y plenitud» que «En la poesía éste se introduce mediante la supresión de ciertas palabras gramaticales, llamadas precisamente palabras-vacíos. En la pintura el vacío se manifiesta de forma más visible. En ciertos cuadros, hasta un espectador ingenuo siente que el vacío no es una presencia inerte y que está recorrido por alientos que enlazan el mundo visible a un mundo invisible... Por doquier lo lleno constituye lo visible de la estructura, pero el vacío estructura el uso».

El lugar, a su vez, está relacionado con la densidad, la forma, el contenido, lo que llena el espacio. Existen, no obstante, lugares que se asemejan al vacío. Son los territorios deshabitados, desocupados que parecen no tener límites. Lugares de espacio abierto, y, por ello, inconclusos. Así, por ejemplo, es el desierto donde los eremitas se alejan de todo estímulo sensorial convirtiéndose el espacio, en sí mismo, en el único estímulo. Entre los lugares que pueden evocar las cualidades de esa nada, tenemos las Bardenas de Euskal Herria, cuya quietud y silencio acogen en su insólito paisaje al caminante en diálogo sereno.

Diferente es el paisaje urbano. Las ciudades de hoy llenas de estímulos, formas y fronteras, podríamos decir que son los espacios acumulados. Urbes que representan la desigualdad. Repletas de edificios, de abarrotadas colmenas y fastuosos edificios que simbolizan la propiedad del dinero, del orgullo y de un poderío propagandístico fatuo. Esta ciudad es como un cuerpo, un espacio geometrizado, donde cada parte u órgano es instrumentalizado y valorado desde los criterios funcionales de la especulación y el beneficio, invitando a los individuos a ejercer su poder de compra-venta, y a sentirse cada vez más desocializados, más replegados en la mudez de sí mismos. La ciudad moderna ha desmovilizado lo colectivo, y ha sustituido las relaciones naturales de vecindad por la cultura de las relaciones convencionales y mercantiles.

La urbe moderna ha degradado, desmontado y enjaulado lo natural, pues más que acoger sitia, encierra. Se muestra como lugar concluso debido a lo constreñido de sus edificios, a sus numerosas estructuras físicas y a los cada vez más numerosos códigos normativos y simbólicos que asfixian la relación del ciudadano con lo natural. En realidad la ciudad muestra una sórdida idolatría por el encierro. Muchas de las actividades del individuo se ven incrustadas en una especie de jaula.

El ciudadano, en su afán por conquistar el espacio, ha producido su propia derrota natural. Ha provocado su propio aislamiento, como cuando uno enjaula al pájaro, queriendo retener lo bello, y al aprisionarlo, acaba despojándole de la viveza y la gracia de lo salvaje. Sin embargo, ese deseo de intervenir parece no tener fin. Lo hace cuando remodela los cauces de los ríos temeroso de su «peligrosa naturalidad». Cuando usurpa al mar su frontera natural. O, en fin, cuando diseña y mutila la naturaleza encerrándola en parques y jardines urbanos.

El ciudadano ha quedado preso en la red que él mismo ha tejido. Ha empleado su inteligencia en construir edificaciones que han resultado ser la imagen de su propia coraza. Su vida cotidiana transcurre en recintos. Ha reducido el espacio privado a uniformes hogares-casas, compartiendo con el desconocido no mucho más que los recíprocos ruidos. Cada vez más la diversión acontece en lugares cerrados: los parques infantiles, pubs, discotecas o los centros comerciales, entre otros, en donde la frontera del ocio y el consumo se ha desvanecido. Buena parte de la productividad se desarrolla, asimismo, acotada en inhóspitas fábricas o grandes pabellones. Y aún existen otros lugares más singulares, como son las iglesias del dios católico en donde se encierran también la trascendencia y sus creyentes, cuidando que sus mejores principios no traspasen sus muros. Sin olvidar las construcciones más severas, aquellos lugares institucionales destinados al encierro, aislamiento y castigo, como el hospital psiquiátrico o la cárcel. Espacios gobernados por rígidos códigos y vinculados a la enfermedad, al crimen o la represión.

Vivir en la ciudad crea una cierta ambivalencia. Hay quien dice que la ciudad es un buen sitio para vivir o el menos malo, ya que te ofrece muchas oportunidades, te da más opciones de relación, de trabajo. Además, a diferencia de los pueblos pequeños tiene la ventaja del anonimato. Sin embargo, la ciudad obliga también a convivir en espacios saturados de ruido, de soledad acompañada, de vigilancia y de prisa. «Prisa que -como dice F. Nietzsche- es universal porque todo el mundo huye de sí mismo».

La ciudad es, en definitiva, un entramado complejo de relaciones. El resultado de una mentalidad colectiva condicionada por el continuismo de la tradición cultural y lo nuevo. Sin embargo, en la ciudad moderna se manifiesta un elemento que se perpetúa en la mentalidad actual: la mercantilización de las relaciones y del territorio. Ha habido proyectos a lo largo de la historia de crear ciudades diferentes, como son las ideas sobre dicho tema en la República de Platón. También tenemos ciudades como la que plantea Tomás Moro en «Utopía» o T. Campanella en «La Ciudad del Sol». Pero los proyectos de ciudades idílicas no han llegado a implantarse, pues por mucho que anheles otra ciudad, estimado lector, no la encontrarás. Como dice el poeta C. Cavafis en su poema «La ciudad»:

«No hallarás otra tierra ni otro mar./ La ciudad irá en ti siempre. Volverás/ a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;/ en la misma casa encanecerás./ Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no la busques -no la hay-/ ni caminos ni barco para ti.»

Pero si la ciudad es inevitable ¿lo es también la jaula y el despojo? Construir una ciudad diferente, más amable y acogedora no es posible si no se produce una desmercantilización, algo que requiere un cambio de percepción en los ciudadanos. Entonces tu nueva ciudad tendrá algo de lugar inacabado, algo que viene y se expresa del vacío, un lugar abierto en el que los colectivos de los ciudadanos recrean la ciudad cotidianamente, contando con la viva presencia de la naturaleza.

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