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Amparo LASHERAS Periodista

El miedo de una playa desierta

Una de las escenas más desoladoras que he visto en el cine es la secuencia final del Planeta de los simios, cuando el coronel George Taylor descubre que el planeta del que intenta huir es la Tierra. Una playa desierta y un mar desconocido en el que se hunde la estatua que los poderosos erigieron como símbolo de libertad y grandeza. Entonces comprende que lo que ve es lo único que queda de una civilización que ya no existe y de un mundo que el ser humano, durante siglos, se empeñó en destrozar. Es el momento de la película en que la esperanza se muere y los espectadores perciben la desolación de lo irremediable, de lo eternamente acabado. Las imágenes de las explosiones ocurridas a causa del terremoto en la central nuclear de Fukushima, trasmiten algo de ese temor a la nada que, como en el film rodado en 1968, produce la devastación, el cataclismo de la destrucción. Y mientras la memoria de Hiroshima, Nagasaki o Chernobil se fija en el tiempo como una certeza de lo que hoy puede suceder en Japón, técnicos, políticos y empresarios, en una especie de batallón siniestro, se empeñan en decir que las centrales son seguras y pronostican larga vida a la energía nuclear, porque, al fin y al cabo, es lo que garantiza el libre albedrío del consumo, de la comodidad burguesa que el neoliberalismo ha convertido en ideal de vida. Mirando hacia cualquier lugar donde exista una central nuclear, en el mundo toma otra perspectiva y se desata la rebeldía. El miedo de una playa desierta se agranda pero también la necesidad urgente de luchar para construir ese otro mundo posible donde la vida tenga una lógica humana. Ésa es la apuesta del presente y del futuro.

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