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José Miguel Arrugaeta Historiador

Sobre dos intelectuales y un llamado a muchos otros

En fechas relativamente recientes dos intelectuales vasco-españoles, españoles de origen vasco, o españoles a secas, como ellos gusten, han realizado declaraciones que a mi juicio buscan de manera clara y evidente provocar reacciones previsibles de abierta censura, crítica política o indignación, seguramente guiados por aquella vieja premisa de que no importa si hablan bien o mal de uno, lo importante es que hablen. Me refiero muy concretamente al filósofo Fernando Savater, que afirmó, entre otras perlas, haberse divertido bastante con el «terrorismo» de ETA, y al escritor Jon Juaristi, quien expresó que el euskara se la pela, siendo miembro del Consejo Asesor para el desarrollo de este mismo idioma, y en este caso les pido disculpas por atreverme a sintetizar crudamente su idea.

No voy a entrar directamente a responder estas más que calculadas palabras, que no están pronunciadas para que se las lleve el viento, sino para producir reacciones químicas. Prefiero dejar que ellos mismos, hombres de pensamiento, reflexionen en la soledad de su intimidad y en sus respectivas mesas de trabajo sobre la miseria humana que entraña que el sufrimiento de los demás, sean quienes sean, se convierta en motivo de gozo, diversión o entretenimiento para algunos, o que el futuro de una cultura y una lengua, cualquier lengua, resulte indiferente a un escritor.

A mí me parece, de entrada, que más allá de sus pretendidamente hirientes palabras, estas personas, inteligentes como son, han captado claramente que hay un cambio de fondo en el conflicto y han comenzado con rapidez a realizar sus propios acomodos a «lo que vendrá», pero ni tan siquiera por el momento se muestran, en este aspecto, demasiado originales o atrevidos. Antes de ellos escritores y pensadores, esos de los grandes, como bien ha demostrado el paso del tiempo, fueron más agresivos y concluyentes sobre el tema vasco, sus gentes y su cultura. Tales fueron los casos de Pío Baroja y Miguel de Unamuno, cuando se expresaron con dureza y sincera convicción sobre la desaparición futura del euskara, y lo conveniente que sería, o bien criticaron con acidez y sarcasmo el nacionalismo vasco, entonces joven y en pleno crecimiento. Los acontecimientos y la historia, a la postre, les han negado en estos asuntos su carácter de visionarios, sin por ello afectar en un ápice a su enorme valía como escritores.

Sin embargo, creo también necesario e imprescindible anotar que, en mi opinión, no es por sus opiniones políticas, por sus fobias o por la intención ofensiva de sus declaraciones por lo que debemos juzgar la obra intelectual de las personas y, por eso, en mi caso, sin prejuicios de ningún tipo, y dejando a un lado la lógica y humana subjetividad del rechazo, pienso que la obra filosófica de Savater, sobre todo la de la década de los años 80 del pasado siglo, sigue siendo no sólo respetable sino importante, al mismo tiempo que estimo que las manifiestas y casi enfermizas obsesiones personales de Juaristi no consiguen anular, a pesar de su notable empeño, los valores literarios que contiene una parte de su producción. Lo mismo me pasa con diversos creadores de otras latitudes, que no sólo me resultan profundamente antipáticos, sino que también juegan un papel ideológico que va bastante más allá de su campo específico de trabajo y creación. Para decirlo de manera más gráfica: hace bastante tiempo que he aprendido a no confundir el tocino con la velocidad, aunque a veces a uno le cueste separarlos, pues somos seres humanos.

Como buenos ejemplos de lo anterior recuerdo perfectamente mi sorpresa juvenil al leer la novela «Paz en la Guerra», de Miguel de Unamuno, ese extraordinario e imprescindible recorrido por la sociedad vasca, sus transformaciones y sus conflictos a lo largo del siglo XIX, o mis reacciones, ya más pausadas y de madurez, frente al entrañable «País Vasco», de Pío Baroja, su última obra editada, que resulta una encantadora y sugerente guía de viajes por un País Vasco que incluye Iparralde y Nafarroa. Es decir, que las actitudes, posiciones y expresiones personales de Unamuno y Baroja no empañaron el conjunto de sus impresionantes obras literarias, y para mí está muy claro hace ya mucho años que estas no sólo forman parte indispensable de la cultura hispánica, como es lógico y reconocido, sino también de la nuestra.

Yo no me atrevo a vaticinar eso mismo de Juaristi o de Savater, pues por el momento, y a pesar de sus calidades, no he tenido la oportunidad de leer obras de estos dos autores que alcancen de lejos el vuelo literario y la trascendencia de las numerosas creaciones de Baroja o Unamuno, pero como soy consciente de que la letra impresa es bastante memoriosa, prefiero no aventurarme ni ejercer de adivino, y dejo esos menesteres al tiempo (el implacable) y los lectores (también implacables). Lo que sí tengo muy claro es que no serán las declaraciones con lengua de trapo las que determinen finalmente esa valoración literaria y social.

Pero la intención final de este artículo no es quedarme en un mero comentario sobre las «ocurrencias» de Juaristi y Savater, pues las misma me dan pie para plantear algo parecido a una idea-fuerza, dirigida esencialmente a la gran cantidad de intelectuales y personas de mi país que dedican su tiempo, su esfuerzo y su vida a ese amplio mundo que se denomina cultura, entendida en su sentido más amplio y abarcador. Para nadie es un secreto que, más allá de anécdotas y provocaciones, Juaristi y Savater, entre otros, hace ya años que juegan un papel parecido al de punta de lanza de la «españolidad vasca», traduciendo como constante negación y deslegitimación de una construcción nacional propia, y me parece bastante evidente que ése es ya terreno que entra de lleno en lo que podríamos denominar ideología y cultura, y uso conscientemente estos dos términos en su acepción de más largo recorrido.

Todo el mundo parece también muy consciente de que estamos viviendo, y protagonizando, momentos de cambios fundamentales para el futuro de nuestro pueblo, por lo que a mí me parece que la única manera de responder a las posiciones y prácticas a las que me he referido, y que Juaristi y Savater representan a la perfección, es llevando esta confrontación de ideas al terreno que más nos conviene y que es también el que nos permitirá avanzar con las luces largas encendidas. Por eso creo que el tema de articular modelos, ideas, propuestas y medios necesarios para definir e ir haciendo de la práctica un gran taller social de ensayo en pos de la construcción nacional vasca se erige en un gran reto, yo incluso diría que es el gran desafío que tenemos como pueblo en las próximas décadas.

En este debate, que ya cuenta con sus antecedentes en otras etapas y momentos de nuestra historia, pienso que los intelectuales y la gente del mundo cultural deben jugar un papel muy particular, percibo con claridad a través de mis múltiples lecturas de todo tipo, de numerosas conversaciones y de la labor que desarrollan en sus diversos ámbitos que tienen muchas cosas que decir desde su conocimiento y desde sus prácticas. Yo les propongo sinceramente que tomen plena conciencia de ello, que salgan más a menudo de sus círculos de interés, que adquieran su protagonismo y presencia en el debate social, que digan, propongan y sugieran respecto a temas tan medulares como, por ejemplo, qué contenidos debe tener la construcción de una nación vasca integradora; qué instrumentos serían necesarios; qué políticas (cultural, educativa, ciencia e investigación, artes, comunicativas y de medios, etc.) de largo recorrido serían las adecuadas para convertir este pueblo relativamente pequeño, bien situado y con numerosos valores en un modelo de desarrollo cultural, económico y social; o cómo este proyecto se puede o debe integrar en el complicado y cambiante mundo en que vivimos.

Aclaro, para evitar viejas confusiones, que no les pido un compromiso político ni militante, nada más lejos de mi intención, sino que se impliquen en la medida en que entiendan en un «pensamiento colectivo» de la nación que queremos y necesitamos, que el concepto de país sea tema permanente de sus reflexiones y de su crítica, y no sólo para sus diversos y múltiples espacios de actuación particular, sino que se atrevan a difundirlo y compartir sus ideas, conocimientos, creaciones y proposiciones, para que ese debate y discusión vaya adquiriendo un carácter de trasversalidad y se convierta, de manera paulatina, en activa participación social.

Los cubanos, tan amigos de las frases cortas y expresivas, dicen que la cultura es el escudo de la nación. Yo les pido de corazón a los intelectuales de mi pequeño país que sean escuderos de su pueblo, pues la mejor manera de responder a provocaciones y negaciones permanentes es construir y hacer mirando siempre la línea imaginaria del horizonte, ese lugar donde habitan las utopías. Cuestión de seguir caminando...

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