«Creo que he cumplido algo que tenía que hacer, ensalzar a mis padres y hermanos»
Autora del libro «Punto Final. Última testigo»
Este año se cumplen 75 años desde que la sublevación militar contra la II República en el Estado español. Maite Landin (Sestao, 1920), una de las últimas testigos, narra en una novela sus duras vivencias para romper la mordaza del miedo, derribar el muro de silencio de la Transición y reivindicar sus derechos: verdad, justicia, reparación y garantía de que no se repita lo ocurrido.
Maider IANTZI | ORERETA
Al preguntarle si podemos realizar la entrevista en euskara, Maite Landin nos cuenta que su padre les puso a ella y sus hermanos una profesora de euskara para que aprendiesen la lengua, poco antes de declararse la guerra. Después de dos días de clases la maestra no volvió... La habían detenido, y ahí se quedaron las lecciones.
No sólo afectó al euskara, el genocidio fascista rompió en mil pedazos otros muchos proyectos de esta niña, hija del subdirector del Centro Meteorológico de Igeldo, que vivió el fusilamiento de un hermano, el encarcelamiento del otro, el exilio... El libro «Punto final. Última testigo», escrito con Juan Ramón Garai e Izpi Berdea y publicado por Intxorta 1937 Kultur Elkartea, está dedicado a la criatura que llevaba dentro Florencia Olazagoitia cuando la fusilaron. «La democracia y la justicia también fueron fusiladas y todavía no ha llegado la luz», destacan.
Landin nos ha recibido en la sociedad Mikelazulo de Orereta, rebosante de emoción. «¿No se puede fumar, no?» -pregunta en un moemnto de la entrevista- «Estamos haciendo una excepción contigo. De 90 años en adelante se puede fumar», le contestan los compañeros de broma. El 28 de abril cumple 91 años y la víspera de la entrevista y de la charla en Mikelazulo el corazón le dio un susto. «No pensaba que iba a venir». «Ha sufrido mucho reviviendo todo lo pasado, pero a su vez creo que esto le da más fuerzas para seguir tirando», opina Juan Ramón Garai. «Todavía tenemos que sacar la tercera edición de este libro, Maite», le anima. Ya han vendido directamente alrededor de 320 ejemplares.
¿Cómo se encuentra?
Creo que he cumplido algo que debía hacer, ensalzar a mis padres y hermanos por todo lo que sufrieron. Nos robaron todo, no nos dejaron vivir, sobre todo cuando mi hermano Juan Antonio viajó en el `Galerna' con Aitzol Ariztimuño y la embarcación fue vendida por 200.000 pesetas con toda la carga humana. Eran unos idealistas. Para él Euskadi era algo que llevaba muy adentro. Y el que vendió el barco era compañero marino de mi padre e hizo eso por dinero. Pero cuando vio que los estaban matando se volvió loco.
Fueron muy crueles...
A Aitzol, por ejemplo, casi lo mataron antes de su fusilamiento a base de palizas. Y luego se mofaron de ellos, porque les hacían firmar la libertad para verles el rictus de alegría que tenían en ese momento. Se carcajeaban y los metían al camión. Eso es una maldad tan grande, tan grande... Asesinos. Asesinos los que dieron los nombres, asesinos los que les dieron esas palizas, asesinos los que los fusilaron, que eran voluntarios, y asesinos los que presenciaban los fusilamientos, como los jesuitas, los religiosos que implantó Franco, criminales también, porque no se puede presenciar su muerte sin protestar, para darles una bendición. Esa no es la bendición de Dios.
Mi hermano tuvo la suerte de que un conocido de la familia que estaba en la puerta de la cárcel de Ondarreta le dejó hablar tres minutos con su novia, y le dijo: «No mueras conmigo. Diles a mis padres y a mis hermanos que perdonen». Eso nos dejó de herencia, y yo fui la última que perdoné. Quería, pero no podía.
¿Cuándo perdonó?
Hace muy poco tiempo, dos años. Noté que se me hincharon los pulmones y que podía respirar mejor. Olvidar no se puede olvidar, pero tampoco se puede vivir con el rencor.
¿Cuál es su mayor deseo?
Que lo que pasamos nosotros no paséis vosotros, ni vuestros hijos; que esto no se repita.
¿De ahí viene el título «Punto final»?
Puse «punto final» porque ya no podía escribir más. He vivido en 17 casas y he escrito en cada una de ellas. En Sestao, conté cómo nací, la alegría para mis padres que viniera después de dos hijos, o que disfrutaba cuando mis hermanos me tocaban y me hacían cosas... Cuando cambiamos de casa, puse lo que viví en esos momentos. Así casa por casa.
¿Escribía todas esas vivencias como si fuera un diario?
Sí. Tenía papeles y papeles sueltos. Mi padre me enseñó que era bueno escribir las cosas que pasaban en casa, y eso he hecho, con el corazón. Sé que no puedo hacer nada, pero si esto sirve para que se reflexione, para que no se peleen todos los políticos y vayamos a una guerra, vamos, vayan... Por las noches me gusta rezar por los que tengo a mi alrededor y tienen dificultades.
En el libro habla muchas veces de rezar el rosario.
Vivíamos el cristianismo y eso nos ayudaba mucho.
Esta novela basada en hechos reales es fruto de su encuentro con una nueva generación, Izpi Berdea, Josemi y Juan Ramón Garai, que le animaron a escribir e investigaron en infinidad de archivos.
La raíz es mía. Pero también se cuenta la historia de otras mujeres de Arrasate, Bergara, Hernani, Bilbo o Donostia: Karmele García, Txaro Zabala, Mirentxu Bilbao, Pepita Sarasqueta, Beni Pagola, María Rosario Zabala... Luego, he tenido algunos colaboradores. Concretamente a él -dice señalando a Juan Ramón Garai, que le acompaña durante la entrevista-, le fusilaron al abuelo y da la casualidad que estaba en la fosa encima de mi hermano. Cómo le conocí, con barbas, lleno de barro... Era el año 86. Llamó a mi puerta, porque me necesitaba para un libro que estaban escribiendo, «Arrasate, 1936. Una generación cortada».
Su otro hermano, Enrique, conoció la cárcel.
El pobre gudari, como le llamábamos siempre, que no había hecho otra cosa que jugar al fútbol, se quería alistar. No le cogían en ningún sitio y le decían: «Ya han matado a tu hermano, no te arriesgues tú que no tienes edad militar». Pero consiguió que el Batallón Saseta le cogiera, poco antes del bombardeo de Gernika. Tendría 17 años. Con 18 le condenaron a 20 años y un día de cárcel, más seis de trabajos forzados. Hubo una amnistía y le rebajaron a seis en Puerto de Santamaría. Cuando salió tuvo que hacer trabajos forzados. Salió tuberculoso, con una alteración cardiaca, y luego se fue a Andalucía, a la Sierra, a trabajar. Estuvo nueve años sin ver a sus padres, porque no podía venir a Donostia por miedo a que le denunciaran. Como era tan dicharachero vino andaluz, no sabes, cantando todas las canciones, como si hubiera vivido allí toda la vida... -recuerda Maite entre risas-.
¿Y qué fue de usted? ¿Qué hizo?
Maduré muy pronto y les hice ver a mis padres que no me enteraba bien de las cosas. «¡No me quiero morir!», decía a grito pelado ante el bombardeo de Gernika, tenía tanto miedo a los bombardeos. Mi padre dijo que había que enviarme a Francia. Enrique había ido hacia Santander con el batallón, y mi padre me dijo que intentaría encontrarle y que entonces nos reuniríamos todos en Francia para ir a Irlanda.
Así que me fui con las tías y primas y cuando vi a mis padres desde el muelle y el barco que se marchaba, las figuras haciéndose chiquititas-chiquititas pensé: «Ya no les voy a volver a ver». Y entonces fue una cría de 11 años, Mirentxu Bilbao, quien me consoló y me dijo: «Maite, tú eres muy fuerte y yo también. Tenemos que proteger a la familia».
¿Qué tal le fue la vida en el Estado francés?
En Francia nos ofrecieron la nacionalidad por cómo nos habíamos portado cuando entraron los alemanes. Un oficial alemán que vivía en la villa de al lado me paró un día y me pegó un susto terrible. «Te quiero enseñar la fotografía de mi hija, te pareces mucho. ¿Qué necesitas?», me preguntó. Y de ahí en adelante me dejó en el seto que separaba una villa de la otra un cajón lleno de alimentos. En casa no decía nada, se habrían asustado si hubieran sabido que un aleman me estaba dando comida, y esa comida fue para la resistencia.
¿Le gusta cómo ha quedado el libro?
Hay cosas que quitaría o añadiría. Si llega una nueva edición me gustaría hacer eso. Hay personas muy importantes en mi vida que no sé cómo se me han escapado y no salen.
En la portada aparecen una bala y una ikurriña.
Esta bala la tenía en su cabeza Juan Antonio Landin. Tres personas arriesgaron su vida por sacar a mi hermano y por eso sabemos que el abuelo de Garai estaba encima de su cadáver, en el cementerio de Hernani. Yacen en el panteón Sarasketa, a la entrada. La ikurriña la llevaba en el barco, y cuando se dio cuenta de que venían los otros la guardó. Cuando fueron a remover el cuerpo apareció. Nos la han pedido para ponerla en el museo de la Guerra del 36 en Euskal Herria, ubicado en Elgeta. Quería decir también que la Sociedad Aranzadi se ha portado muy bien conmigo. Les voy a dar toda la biblioteca que tengo en el piso de Aiete.
Ha hecho algunas peticiones a las instituciones que no han tenido respuesta.
El primer fracaso lo sufrimos en la Segunda Guerra Mundial. Apoyamos a la resistencia contra los alemanes, porque aquí habíamos luchado contra Franco. Entonces, nosotros teníamos una luz, la ilusión de que se iban a ocupar de quitar a Franco. Sin embargo, lo dejaron aquí para que persiguiese a los comunistas. Luego vino la democracia y había gran cantidad de gente que se había colado, veíamos que ocupaban puestos. Todavía pensé que teniendo a mis hermanos nacionalistas me tenía que hacer del partido nacionalista. Ya tenía todos los papeles y supe que habían nombrado a Carlos Santamaría consejero de Educación del Consejo General Vasco. Entonces rompí los papeles. También esperábamos de la democracia que mi hermano estuviera en los registros civiles. Pero no consta. Tampoco nos han devuelto nada, después de dejarnos en la ruina. Encima, te encuentras con que a la biblioteca de la UPV le han llamado Carlos Santamaría o que Eusko Ikaskuntza le ha dado el premio Manuel Lekuona.
«El padre de Maite, Juan Landin, era católico, apostólico y romano -aclara Garai-. Fue del Centro Meteorológico de Igeldo a Santo Domingo, a Artxanda. La Diputación, que era republicana, se lo pidió, porque el servicio meteorológico era muy importante para la guerra. Carlos Santamaría también era muy católico y no quiso ir. Fueimpulsor del euskara y se supo ganar a la gente con esta otra faceta suya, que es cierta. Pero la cuestión de fondo es que mientras hacía esas cosas seguía siendo asimilado de militar y hasta morir estuvo cobrando de eso, sin hacer autocrítica». A este respecto, Landin recuerda que un sacerdote que venía a casa a darle la comunión le dijo que no hablase de Carlos Santamaría, ni del obispo Setién [«los dos eran uña y carne»] ni tampoco de su padre. En el homenaje del cementerio de Hernani le sucedió algo parecido. El enterrador Goya, quien sacó a su hermano de la fosa común, apuntaba todo en un cuaderno: «Hoy han matado a tantos, eran de tal sitio...». Al conocer que Landin intenta buscar este cuaderno, un matrimonio mayor le aconsejó lo siguiente: «No hable del cuaderno de Goya, porque nosotros nos hemos tenido que marchar de Hernani por eso». M.I.