El arranque de este «Onegin» no presagiaba nada bueno en lo escénico: un suelo metálico, una estructura cúbica reflectante enmarcando el espacio y troncos de árbol colgados del techo cuál chorizos. Bastante espantoso, la verdad, hasta que en el segundo acto el escenario se llenó de agua y todo, paredes, suelo, techo, comienza a brillar con los reflejos cambiantes de la luz sobre el líquido elemento. Fue, de hecho, en el segundo acto, tras el aria de Lensky que Ismael Jordi cantó de forma bellísima, cuando toda la concepción escénica de Znakiecki comenzó a encajar de una manera más evidente, pues el primer acto fue bastante desconcertante. «Eugene Onegin» no es una ópera con mucha acción, y el primer acto, excluyendo la fiesta, es casi en su totalidad trabajo actoral, del que no hay mucho que decir al margen de alabar las bien conocidas virtudes de Ainhoa Arteta, que construyó una escena de la carta intensa y emocionante. Fue a partir del segundo acto cuando se empezó a revelar este «Onegin» de Znaniecki como una farsa social cruel y despiadada, en la que niguno de los personajes encaja con lo que ocurre a su alrededor. Especialmente buenas fueron las coreografías de Diana Theocharidis, muy originales y que expresaron, casi mejor que cualquier otro elemento escénico, la idea tras esta producción de «Onegin».

Musicalmente todo fue algo irregular. Ainhoa Arteta se lleva muy bien con el personaje de Tatyana y firmó una muy buena actuación. El Onegin de Scott Hendricks, no obstante, fue de los que dejan indiferente. La gran ovación se la llevó el Lensky de Ismael Jordi, y el abucheo, de haberlo habido, hubiera ido a parar a la Orquesta de Szeged, que consiguió vulgarizar una partitura maravillosa a pesar de los buenos esfuerzos del director Gómez Martínez.