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G. Garmendia, A. Gomez, M. Sainz, A. Txasko e I. Astoreka Lau Haizetara Gogoan

República vs. monarquía o cuando la ley nace del crimen

Un Estado con estos orígenes y características no puede presentarse, ante las víctimas de la rebelión militar de 1936, el régimen franquista y el terrorismo de estado, como garante de derechos, pues es deudor de un régimen político dictatorial del que aún no se ha desvinculado

Cada ley lleva en su seno una determinada forma de entender la justicia, por lo tanto, la ley no es justicia en sí, sino una manera muy definida de entenderla y administrarla, condicionada por los poderes socio-políticos y económicos que la sustentan.

Cada parte activa en la elaboración y administración de las leyes apela a un marco normativo de referencia para su legitimación y homologación. En el Estado español se ha pasado de basar la legitimidad en la victoria militar («por la gracia de Dios») de los sublevados el 18 de julio de 1936, a buscarla en las instituciones representativas con poder legislativo (los parlamentos). Pero la sanción de las leyes por esta vía no es condición suficiente para poder homologarlas a unos estándares aceptados por la comunidad jurídica internacional. Y esto se debe a que el Estado, encarnado en la actualidad en la «monarquía constitucional», arrastra la rémora histórica de haberse cimentado en la impunidad sobre probados crímenes de lesa humanidad y genocidio.

Se cumplen ahora 80 años de la proclamación de la II República. Ha sido, hasta la fecha, el único sistema de gobierno nacido como consecuencia de la voluntad popular y que se desarrolló bajo una expectativa política real de ruptura con el régimen dictatorial y monárquico. El resultado de unas elecciones municipales fue interpretado por el conjunto de la población como un plebiscito sobre la forma de gobierno.

El 18 de julio de 1936 se produce el «alzamiento», un delito de rebelión militar acompañado por la comisión de múltiples crímenes de lesa humanidad.

El triunfo de los sublevados impuso una forma de entender la legalidad basada únicamente en la fuerza, en la que la aceptación por parte de la ciudadanía no jugaba ningún papel. El mismo concepto de estado de derecho (tan a menudo utilizado hoy como sinónimo de democracia) fue introducido por los vencedores para legitimar su victoria. En su versión ibérica se sacraliza la ley independientemente de su origen. Se asume que quien tiene poder para imponerla tiene por ello el derecho de imponerla.

Tras la muerte de Franco, no se produce una ruptura con esta forma de entender la legalidad. Los gestores del «nuevo» régimen asumen el grueso de la herencia del dictador: impunidad, fosas comunes, represión, olvido, oligarquía, monarquía, himno y bandera. Los franquistas, marcando el ritmo con el ruido de los sables, establecieron la aceptación de este legado como condición. Las cúpulas de los partidos que venían del antifranquismo renunciaron a sus objetivos y a la historia tejida sobre la lucha de miles de gudaris y milicianos y azuzaron a sus bases sociales para que transitasen por el olvido, aceptasen la impunidad de los criminales franquistas y, también, que las miles de fosas comunes siguiesen formando parte del oculto paisaje de Euskal Herria y el Estado español.

Este contexto explica por qué las instituciones y partidos políticos herederos y deudores del franquismo se nieguan a utilizar términos como crímenes de lesa humanidad y genocidio al hablar de los crímenes cometidos por el Estado español. Tienen miedo a sus consecuencias, que no son otras que aceptar su obligación de anular las dos leyes de «punto final» vigentes (la de amnistía de 1977 y la conocida como «ley de memoria histórica» de 2007) y poner en marcha las medidas de justicia, ya que tales delitos son, por definición, imprescriptibles.

Existe una continuidad en los conceptos jurídicos y en los comportamientos políticos. Una continuidad en instituciones y personas (algunas responsables directas de los crímenes). Una continuidad en la preservación de la impunidad de los golpistas y sus continuadores, a quienes, habiendo ejercido como funcionarios del terror y la represión durante el régimen franquista, se les concede unos beneficios económicos y sociales por los daños sufridos en acciones realizadas por los opositores a dicho régimen. Y todo ello se desarrolla en un contexto en el que, a día de hoy, se siguen negando y vulnerando los derechos de las víctimas de la rebelión militar de 1936, el régimen franquista y el terrorismo de estado.

Existe continuidad también en la persistencia de las vulneraciones sistemáticas de derechos, en la tortura, en la ilegalización de partidos, en la negación de la libertad de expresión, en la inexistencia (en la práctica) de la presunción de inocencia, en el no respeto al derecho a una identidad propia, en la conculcación de los derechos económicos y sociales de los trabajadores o en la participación en guerras (aspecto este último que habría sido inconstitucional durante la II República, cosa que estuvo muy presente, por ejemplo, en las protestas contra la guerra de Irak, en 2003).

El Estado español y los partidos impulsores de la «transición» son rehenes de su propia historia y repiten los esquemas del pasado. Mientras la clase política y los poderes que la sustentan no transiten por la vía de la legalidad internacional, seguirán siendo cómplices necesarios y continuadores de la herencia del dictador. Todo lo anteriormente mencionado: la impunidad, el olvido, la dualidad en el tratamiento de las víctimas, no es fruto del azar, sino consecuencia de los pactos establecidos con la oligarquía franquista. Mediante ellos se impuso al conjunto de la sociedad un modelo de gobierno, la monarquía, en la persona de un sombrío individuo, nombrado por el propio Franco, perteneciente a una familia responsable de los hechos más sangrientos de los tres últimos siglos de la historia del Estado español: la dinastía de los Borbones.

Un Estado con estos orígenes y características no puede presentarse, ante las víctimas de la rebelión militar de 1936, el régimen franquista y el terrorismo de estado, como garante de derechos, pues es deudor, desde su base, de un régimen político dictatorial del que aún no se ha desvinculado, y sigue dando amparo a los responsables de los crímenes cometidos.

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