Entre los múltiples elementos deleznables que rodean a todo lo sucedido con Osama bin Laden, el que más me choca es el hecho de que se pueda celebrar tan alegremente que se ha matado a una persona.

Está visto que quienes salieron a las calles de Nueva York o Wa-shington-supuestamente de manera «espontánea»-, llevados de una euforia similar a la que tendrían si los Giants o los Redskins hubieran ganado la Superbowl, para celebrar que la CIA le había pegado cuatro tiros a alguien que dicen que es Bin Laden, no tienen que responder ni ante el Tribunal Supremo, ni ante el Constitucional ni ante Estrasburgo.

Tampoco se le han pedido condenas de la violencia al presidente de EEUU, Barack Obama, el mismo que ganó en su momento un premio Nobel y que ha pasado del lema «Yes we can» (Sí, podemos) al «Yes we kill» (Sí, matamos) ante el riesgo de perder popularidad en las elecciones. Lo mismo que Bill Clinton, que ordenó bombardear Sudán para ocultar el caso Lewinsky. ¡Y éstos son los demócratas! De partido, será.

Los mandatarios europeos, una vez más, han optado por el seguidismo a Washington. En Londres, París, Berlín o Roma no se ha escuchado la menor crítica al hecho de que se haya matado extrajudicialmente a un supuesto Bin Laden, se haya actuado en contra de la soberanía de un estado independiente en el que los muertos civiles por aviones no tripulados occidentales se cuentan por docenas y se haya arrojado su cuerpo a las profundas aguas del mar Arábigo. ¡Si hasta justifican la tortura en Guantánamo porque dicen que ha permitido obtener la información para llegar a Abottabad!

El presidente del Gobierno español también ha mostrado su satisfacción porque se hayan cargado a alguien en el lejano Pakistán. Sí, es el mismo que ha puesto en marcha el procedimiento para impedir que cientos de candidatos vascos concurran a las elecciones municipales y forales pese a que habían firmado un documento en el que mostraban su rechazo a las vías violentas. Habrá que empadronarse en Washington, que tienen más manga ancha.