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Antonio Alvarez-Solís Periodista

La inutilidad de la razón

La invalidación de las candidaturas de Bildu por parte del Tribunal Supremo sirve al veterano periodista para construir un análisis donde resalta la «apuesta por la guerra» del Estado español como secular modo de entender la política. Considera «monstruoso» someter a juicio la posibilidad de la libertad y la democracia y critica con dureza la utilización de leyes «más propias de fontaneros que de hombres de Estado». Para concluir, a la pregunta de «¿qué hacer ahora?», responde que los vascos no pueden «transportar pacientemente la leña para su sacrificio» ni poner la espalda sobre las brasas de la hoguera que alimentan otros».

La invalidación de las candidaturas de la coalición electoral Bildu por parte del Tribunal Supremo de Madrid deja patente que el Estado español, con sus políticos y sus jueces a la cabeza, con sus instituciones y su calle, sigue en guerra con el pueblo de Euskal Herria. Es el secular modo español de entender la política. España nunca se ha ido de ningún sitio sin que su derrota fuera concluyente. Por eso de donde se ha marchado le ha resultado imposible volver. No sólo ha dejado sangre tras de sí, que eso es propio de la extinción de cualquier coloniaje, sino que ha dejado rechazo, ira, mala memoria en la piel de los maltratados. Ahí está la historia española para apoyar estas palabras. Pero los españoles no leen, ni siquiera su historia. Les basta con visualizar los monumentos alzados en memoria de sus grandes hombres: reyes siniestros, generales ensangrentados, obispos persecutores, aristócratas de horca y cuchillo, escenas correosamente heroicas...

Ahora, con la pobreza intelectual característica de los círculos políticos e intelectuales de Madrid -en los que también figuran, cómo no iba a ser así, una serie de vascos que alfombran la decadente monarquía- empezarán las nuevas disquisiciones sobre el comportamiento decisorio de los magistrados del Alto Tribunal. Se debatirá si los jueces se apoyaron en razones políticas o bien si utilizaron para su voto argumentaciones jurídicas. En ese inútil debate unos magistrados serán calificados de progresistas por los pseudo progresistas; otros magistrados serán alabados de sensatos por los insensatos que reclaman para sí -y van quinientos años- la sensatez.

Pero nadie dirá que frente a las denominadas razones políticas de unos y jurídicas de otros para llegar a la sentencia lo que ha vuelto a recibir otra lanzada mortal es la Razón como sostén y luz de una dialéctica edificante, como referencia del juicio común y sencillo. Lo que se ha votado en Madrid es inadmisible no sólo como resultado de un torpe e irrisorio procedimiento forense sino como materia movilizadora de lo judicial. Someter a juicio nada menos que la posibilidad de la libertad y de la democracia resulta monstruoso porque significa anteponer la ley a quienes deben crearla; anteponer lo soberano a la soberanía, que ha quedado exangüe. Se ha decidido nuevamente la guerra, que ya venía doblemente declarada al pueblo vasco mediante las armas de destrucción masiva de unas leyes que nacían sin turbación alguna a medida que había que obturar los canales abiertos trabajosamente para lograr la normalidad política. Leyes más propias de fontaneros de urgencia que de hombres de Estado. Leyes apresuradas dictadas con absoluta desmesura a medida que la voz de muchos vascos pedía un púlpito para decir y solicitar ciertas cosas que atañen a la misma posibilidad de vida.

Y ahora ¿qué camino queda a esos ciudadanos que no sólo han sido privados de voto sino que han sido expulsados a la inanidad acusándoles de espíritu criminal? Otra vez la vieja España inmóvil en su arrogancia aniquiladora. Leo en las primeras horas tras dictar la sentencia los correos enviados por gentes anónimas a los principales periódicos españoles. Producen un rubor profundo. Son correos que urgen el exterminio, que recomiendan la muerte en vida de las prisiones, que dan por supuesto que una turba criminal quiere sentarse en las instituciones para asaltarlas con toda suerte de agresiones.

Repito, son correos anónimos, quizá porque están dictados al amparo de una tradición de servilismo y miedo. Son correos que demandan muerte desde el seguro del anonimato. Pues bien, esos ciudadanos son los que han juzgado ciertamente a miles de vascos que han de volver a su casa tras meterles la cabeza en la bolsa del Boletín Oficial del Estado.

¿Necesita realmente el Estado español ese nuevo desafío para justificarse a sí mismo como protagonista del Derecho? ¿Es tan inmensamente débil que provoca toda suerte de dramáticas posibilidades de respuesta para lavar su cara de viejo déspota ante la opinión de otros pueblos? España vive en permanente estado de excepción. Es un parque de bomberos dedicado a producir incendios. Por cierto ¿qué pensarán ahora esos pueblos que blasonan de democracia y libertad y que comparten con España su poder y el futuro de tantos seres humanos? Quizá los vascos hayan de acudir a los foros internacionales, y sobre todo a los europeos, para que esos estados digan con voz audible qué les parece la política de Madrid. Porque estar en Europa significa aceptar la dura y antigua marcha de los europeos más significativos hacia un horizonte de salvaguardas, respetos y libertades. Claro que la duda sobre la pobreza del momento moral presente empieza en la consideración de lo que han renunciado a conservar esos pueblos. Pero esos pueblos, con sus estados, están ahí pegando todos los días en su fachada más visible la alabanza y ensalzamiento de la democracia.

Cuando Bildu fue creado como una plataforma política del soberanismo subrayó muy claramente su voluntad de paz y legalidad. Y Madrid no ha querido creerlo. Y tampoco lo han creído sus jueces. Nadie les niega, sea dicho de antemano, el derecho a esa increencia. El tiempo y la actividad política dirán la última palabra. Pero lo que no debe hacerse jamás en sano Derecho es convertir la creencia íntima acerca del adversario potencial o declarado en un mecanismo de criminalización que construya pasarelas miserables sobre el futuro. Una criminalización, además, por inducción, manejando silogismos tristemente primarios y deduciendo el delito posible -¿es posible el delito posible?- mediante truculencias del razonamiento a partir de lo que se ha inducido previamente. Todo esto que viene sucediendo en torno a Euskal Herria huele a fruto de un lenguaje primario en tasca de trajinantes ¿Y para apoyar ese discurso es necesario que una serie de magistrados se vistan la toga en el más alto tribunal ordinario de España? ¿Es necesario que se desacredite a cuerpos policiales que han escrito unas páginas tan ácidas en la historia de los españoles? ¿Por qué España se empecina tan abruptamente en destruirse? Preguntas, preguntas... Y quinientos años sin respuestas.

Es imposible pensar otra cosa: los vascos habrán de seguir en la calle, con tenacidad inacabable, para supervivir como nación con derecho a tenerse por tal. No es lícito moralmente renunciar a uno mismo. Recordemos que en la moral castrense aceptada internacionalmente no puede condenarse a ningún prisionero que intente repetidamente su libertad ¿O ese principio ya no rige tampoco? ¿Es delito también buscar la libertad y la democracia por los procedimientos de protesta o de desobediencia que se tengan a mano, cegados ya los caminos normales y razonables? Respondan los que han convertido la palabra en delito y a los que la usan en delincuentes.

Si los vascos están plenos de vigor, como creo, mirarán ahora hacia Lakua para preguntarse si es lícito seguir en la obediencia a Madrid -porque Madrid es como un viejo y lujurioso convento, con sus oscuras obediencias- tras la ofensa recibida por tantos ciudadanos euskaldunes. Y si responden a esa interrogación negativamente surgirá de inmediato la pregunta clave: ¿qué hacer a partir de ahora? Miles de vascos no pueden transportar pacientemente la leña para su propio sacrificio y esperar a que surja nuevamente el milagro de la vida, entre otras cosas porque sólo es exigible una fe con límites razonables y no parece sensato poner la espalda mansamente sobre las brasas de la hoguera que alimentan otros.

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