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Josemari Lorenzo Espinosa Profesor universitario

Universidad y crisis

Para reproducir el sistema es suficiente con ser fiel. La cualificación intelectual, el espíritu crítico, el interés por avanzar son desestimados. Cuando no perseguidos

La dejadez social o la desidia política caracterizan la actitud y la relación ciudadana con la Universidad. Hoy se puede decir que un elevado número de personas conoce la Universidad. Ha estudiado en ella. Tiene algún hijo matriculado. Lo normal es oír quejas, reclamaciones, críticas... Y casi todas suelen ser fundadas. Los ciudadanos se someten a pagar con impuestos y tasas académicas los cuantiosos gastos universitarios. Y una fatalidad heredada de generaciones, una impotencia extendida ha hecho que lo único que se espere de la Universidad sea un tipo de formación intelectual básica. La concesión de un título, otro diploma para el currículum. Con el que ir de empresa en empresa, buscando empleo. Pocos saben de los vicios endémicos de una institución conservadora, estamental y endogámica, en manos de clanes a los que resulta difícil jubilar, porque pasarían a cobrar menos de la mitad de lo que detraen en activo. Resulta esclarecedor que el poder en la Universidad sea siempre inversamente proporcional al censo. Los estudiantes, la mayoría, son los menos representados. Los menos oídos. Los catedráticos, la minoría, copan puestos y presupuestos. Voces y votos. Los profesores monopolizan el poder académico. En todas sus facetas. Aunque muchos de ellos sólo puedan presentar como mérito una probada fidelidad al sistema.

El corporativismo y la endogamia son nauseabundos en cualquier parte. Pero en la Universidad son además antiacadémicos, contraintelectuales y envilecen a quienes los practican. El corporativismo es además liberticida. Y la falta de libertad, no contestada, conlleva siempre ausencia de dignidad. Como consecuencia, la posibilidad de mejorar el presente, desde los campus, es nula. Porque el futuro de cambio está en manos de quienes su vocación es apoyar al estamento, y no revolverse contra el poder. O si fuera el caso, colaborar con él para perseguir a los disidentes.

Los sindicatos y los partidos no se ocupan de arreglar esta situación, que conocen muy bien. Sus relaciones con la Universidad son excelentes. Suministran los dineros y hacen la ola, compartiendo la superstición social por esta vieja institución. Aceptan sin disimulo su normalidad inoperante. Mientras los ciudadanos, que siguen votando y pagando, apenas conocen las vergüenzas feudales de la Universidad. En cuanto han podido se han escapado del agobiante campus, con su diploma bajo el brazo. No se les puede culpar por querer alejarse cuanto antes del vertedero. Una Universidad atractiva por sus cualidades debería abrazar y no repeler. Por muy tópico que parezca, lo universitario debería ser un estilo de vida, un comportamiento permanente para la plena realización personal y social.

Pero las tendencias son otras. El plan Bolonia lo que pretende es liquidar cuanto antes la relación. Empapelar al estudiante rápidamente en una formación básica imprescindible. Es decir, las cuatro reglas del franquismo con las que pueda ingresar en la cadena industrial y hablar con las máquinas. Lo que hace es desplazar cuanto antes a los estudiantes de las aulas y las bibliotecas directamente a las colas del paro.

Las empresas tienen así su particular y renovado ejército expertos en repetir los valores de la competitividad-insolidaridad aprendidos en las aulas.

Pero buscando esa falsa eficacia, la sociedad burguesa se traiciona a sí misma apostando por un sistema feudal, acrítico y repetitivo. Una cadena sin fin en la que la enseñanza no rebela a los jóvenes. Los somete. Su misión inconfesable es anularlos. Por eso los poderes se congratulan de que profesores y dirigentes universitarios sean fieles y protocolarios. Aunque socialmente incompetentes. De modo que para reproducir el sistema es suficiente con ser fiel. La cualificación intelectual, el espíritu crítico, el interés por avanzar son desestimados. Cuando no perseguidos.

En los momentos peores de la crisis permanente del sistema, la Universidad procura esconderse. Se oculta en sus privilegios. No tiene nada que decir como institución. Sus catedráticos festejan en tertulias como seres intermedios, inocentes. Irresponsables, en fin. Nadie cuestiona la Universidad con otros estamentos del mismo pelo medieval (monarquía, Iglesia, ejércitos...). Ni siquiera los «indignados» se acuerdan de ella. La Universidad se libra de la crisis.

Hábil, intocable y pulcra. Revestida de birretes y togas feudales. En una esperpéntica y eterna fiesta con el poder. Sus palafreneros aparecen sólo para culpar a los demás de todos los males. Nunca para la autocrítica. Se autojustifican y se escudan en su corporativismo. En lo mucho que saben y en lo poco que los demás aprenden. Nadie jamás va criticar su complicidad con el poder. Su responsabilidad en la crisis. Nadie denunciará su cuota de culpabilidad con lo que está pasando... Ni con lo que pueda pasar.

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