La Noche Blanca de Bilbo no resultó una fantasmada, sino un cruce de arte, talento y fiesta
Un año más, Bilbao 700 celebró el cumpleaños de la villa, 711 añitos, con un despliegue multicultural desarrollado a lo largo de once puntos. Hubo música, luces, arte, ilusión... y un espíritu universal.
Pablo CABEZA |
¿Una noche puede ser blanca? No, pero en Bilbo sí. ¿No se cocinó ayer en el Arenal bilbaino el filete ruso más grande del mundo, 15 metros cuadrados de superficie? ¿Los vecinos txikiteros de Erandio no salieron ayer a potear por 22 pueblos vizcainos, de menos de 500 habitantes, en menos de 12 horas? ¿No se sigue grabando cada año un disco de bilbainadas glosando la ciudad y sin poner fin a las hazañas? Cierto, así que ayer tocó noche blanca, que fue como un no cenar, ya que desde las 20.30 hasta las dos de la noche los actos se fueron sucediendo a lo largo de la ciudad. Lo más evidente resultó ser la aparatosa y original iluminación que desde las 22.30 acompañó a edificios como el Teatro Arriaga, el Ayuntamiento o las escaleras que suben hacia las torres de Isozaki, entre otros lugares.
Cabe imaginar que no es posible, ni por economía ni por practicidad, mantener el cromatismo y las nuevas fachadas, pero la visión nocturna del nuevo colorido y las imágenes transmitidas a nuestra mente, por instantes nos transladaron a Raticulín. Sí, ese planeta que el visionario, o cómico, Carlos Jesús, decía que era de donde venían los seres del espacio, los que iban a mandar trece millones de naves a la Tierra. Nos imaginamos que buena parte de ellas con dirección a Bilbo, quizá al plateado Guggenheim. No, no hubo extraterrestres, pero sí más de un abducido con algunas de las propuestas.
La tarde, cargada de nubes tristes y aborregadas, se inició con la alegría de varios espectáculos itinerantes de animación callejera a cargo de Always Drinking Marching Band, que interpretaron algo así como «La calle es nuestra», que nos recordó las mejores humoradas de don Manuel Fraga Iribarne, de Alianza Popular en aquellos días, cuando aseveraba que «La calle es mía», y de Increpación Danza y De Mortimers con Las Salvajes.
Si Alde Zaharra ya es un burbujeo continuo a diario, más aún los sábados, imagínense qué fue con estos del «drinking» animando aún más el cotarro. La jornada transcurrió entre más sonrisas que atenciones, pero también hubo espacio para los oídos más relajados. Una silla siempre viene bien un sábado, qué duda cabe. De esta forma, la catedral de Santiago ejerció de remanso de paz y armonía con diferentes corales. No fue más que introducir un poco la cabeza por una rendija descuidada en la puerta, para reconocer la paz y la armonía.
Hubo poesía, Mario Gas recitó a Gabriel Celaya, como la generación beat hacía en San Francisco en los años cincuenta, aunque aquí sin medicinas: LSD, sicotrópicos... El atrio de la Alhóndiga dispuso de un plan multidisciplinar muy visual. Hubo danza aérea y una trapecista. Un espectáculo de arte estricto y de una coreografía admirable. En el Guggenheim Blanca Li y sus alumnos intentaron que el público bailara con ellos. Hubo música en otros lugares (Mursego, Gose...), teatro y el gran Goran Bregovic que convirtió Bilbo en una película, otra más. P.C.