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Josu Iraeta Escritor

¿Es inteligente el dinero?

En la última década hemos podido observar cómo, en la llamada «zona euro», la democracia ha derivado hacia una realidad especialmente paradójica, ya que a pesar del aparente fortalecimiento de las democracias establecidas, la política es cada vez menos la proyección de las necesidades de los trabajadores. De hecho, se está convirtiendo en un espectáculo mediático controlado por unas élites que representan exclusivamente los intereses de las grandes empresas. Esta nueva y falsa concepción de la democracia, es hoy uno de los mayores brotes epidémicos que amenaza a la salud de los actuales sistemas democráticos.

Si nos ceñimos al Sur de Euskal Herria, este déficit democrático tiene sus concreciones en una sociedad decididamente orientada hacia el mercado como la nuestra. Concreciones extremadamente graves, como la enorme desigualdad de rentas, la pobreza relativa e incluso la pobreza absoluta, puesto que aumenta de forma que parece imparable.

El constatar esta realidad que nadie refleja en los medios de difusión, invita a replantear lo que hoy en día y desde casi todos los ángulos del pensamiento político se combate con dureza, la para algunos caduca y errónea filosofía de «profundizar en la crisis».

Lo cierto es que el momento en que las sociedades organizadas -países, estados, pueblos...- se acercan con mayor ímpetu a la democracia, y además en su carácter posibilista, es inmediatamente después de periodos de sistemas totalitarios, de situaciones extremas o de agudas crisis.

Es precisamente en esos momentos cuando se genera el fervor por la participación política. Es el momento en el que los poderosos que controlan las sociedades no democráticas se encuentran en situación débil y a la defensiva. Es en los límites o su proximidad donde se concitan voluntades de cambio. Nosotros los vascos, sabemos mucho de eso.

Centrados en el mundo laboral, creo poder afirmar que nadie está en condiciones de negar que vivimos tiempos de metamorfosis y regresión. La ausencia de clases por decreto, la colaboración interclasista bajo una única denominación, «clase trabajadora», el ultranacionalismo español, el autoritarismo expresado, la anulación constante de derechos adquiridos, nos sitúan en tiempos que parecían superados.

Recordemos la empresa con estructura de propiedad estable que conocimos, que contrataba directamente a sus trabajadores, que incluso les incitaba a adquirir «longevidad» en la empresa. Hoy es historia. Hoy, la propiedad real de las empresas es una macedonia de siglas y accionistas que negocian por vía electrónica con sus acciones.

Utilizan diferentes métodos de relación contractual, consiguiendo finalmente una fuerza laboral de flujo permanente, sin contratar directamente a nadie.

Si analizamos con detenimiento las empresas consideradas más avanzadas y que lideran los diferentes sectores, nos encontramos con el verdadero núcleo y razón de la plaga que más víctimas genera; la precariedad. Esta plaga, que tiene sus orígenes en la desde hace muchos años imprescindible «flexibilidad», es hoy causa directa de que en miles de familias haya viudas, huérfanos, enfermos incurables y discapacitados. Queda claro pues, que si para el empresario la precariedad supone incrementar la rentabilidad, lo hace a costa del dolor, el sufrimiento, incluso la muerte del trabajador.

Las empresas que lideran los diferentes sectores subcontratan prácticamente todo a excepción de la entidad central, que es donde se toman las decisiones de estrategia financiera. De hecho y a pesar de gestionar marca y producto, desde la central mantienen escasa relación con el real proceso productivo.

Por todo esto, no debiera sorprender que el objetivo primordial de la empresa que quiera tener verdadero éxito es situarse en el sector financiero, donde el dinero se mueve con agilidad y todo se puede subcontratar. De esta forma, las empresas que consiguen subcontratar todo el trabajo que requiere elaborar el producto, pueden dedicarse por entero a desarrollar su imagen de marca.

En este mundo empresarial, en el que la competitividad hace que los empresarios exhiban su «poder» coaccionando a los gobiernos, uno de los cambios más notables introducidos por la hegemonía neoliberal en la gestión pública consiste en haber quebrado la línea entre los gobiernos y los intereses privados. Para ello se utiliza un fundamento que en el mundo empresarial es axiomático: Se dice que el éxito en el mercado implica disponer de la mejor información, puesto que una información errónea induce a una estrategia equivocada, y ésta, al fracaso.

La empresa que dispone información perfecta puede en teoría anticiparse y garantizar cuando menos la supervivencia. Evidentemente estos dos supuestos no son aplicables al Estado, por tanto, si en el mercado las empresas disponen por necesidad, de mayor y mejor información que el Estado, lo que éste quiera imponer a las empresas, será siempre en detrimento de la eficiencia que puedan alcanzar por sí mismas.

Esta reflexión tiene una vertiente de mucho calado, puesto que si el conocimiento y prestación de la empresa es superior a la del Estado, el establecer límites a la influencia de los negocios sobre el sector público es considerado absurdo.

Este es uno de los argumentos que nos lleva a justificar la privatización del sector público, cuna y génesis de la imparable corrupción en el Estado español.

Lamentablemente, todos estos movimientos inciden de forma muy negativa ante el eslabón más débil de la cadena productiva, el trabajador, y no sólo en la penosidad y emolumentos por su trabajo, también en su salud. Tengamos presente que para su relación con quien gobierna, los trabajadores lo hacen a través de las urnas electorales -cuando se lo permiten- y el gobierno a su vez, se relaciona a través de las leyes que regulan las contrataciones, con quien provee de los servicios privatizados.

Por el contrario, los trabajadores que no tienen vínculo alguno, ni de mercado ni ciudadanía con el proveedor, no pueden expresar quejas sobre la prestación del servicio ante el gobierno, porque éste ya no es quien presta el servicio. Este es el negro futuro que han diseñado para quien con su trabajo mantiene las estructuras del Estado.

Decía que vivimos tiempos de metamorfosis y regresión, pero lo cierto es que esto viene de lejos. No es necesario hurgar demasiado en la memoria, basta recordar lo que hace tres décadas, cuando la cultura del capital incorporó sistemas aplicados con relativo éxito en los países asiáticos. Recuerden aquello de la «empresa total», donde la imprescindible competitividad recaía en los trabajadores, quienes además de ser víctimas de un sistema de control profesional y anímico, debían mostrar máxima lealtad y disposición necesaria para sentirse «partícipes del proyecto empresarial».

Como puede verse, quizá no sea tanto lo que ha cambiado, pues si a los continuos mensajes que desde el mundo empresarial vaso-navarro vienen filtrando una y otra vez, añadimos sus exigencias reales a la rentabilidad de su dinero, puede afirmarse que permanecen «fieles a su credo».

La conclusión es dura, muy dura; los empresarios, que se sienten fuertes y amparados, continúan de forma irracional tensando la cuerda, tanto que pudiéramos llegar a pensar que la actual generación empresarial ignora que hace ya mucho tiempo que el capitalismo llegó a la conclusión de que el estado de la economía, depende de la prosperidad del conjunto de los asalariados. ¿O quizá ya no? Pronto lo veremos.

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