Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV-EHU
El asombro
La autora comienza su reflexión con unos «koans», preguntas que el maestro espiritual hace a su discípulo. «¿Cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?», y se adentra por caminos donde el estupor, la capacidad de maravillarse y lo inédito llevan al lector al extraño territorio donde nace el asombro, allá donde se quiebra el tiempo. Defiende que es algo que no puede tener lugar desde la percepción habitual, no se comprende desde lo sabido y resulta inimaginable. No genera beneficios, sólo sobresalto e incertidumbre, pero cuando hay asombro se produce el encuentro entre lo interno y lo externo, y provee de una nueva visión directa que viola las leyes de lo esperado, la rutina o la reiteración. Concluye su artículo reclamando el asombro de vivir, de ser lo que se es, pues «el mundo será maravilloso mientras haya gente capaz de admirar».
Cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo? ¿Cuál es el sonido de un árbol al caer donde no hay nadie para escucharlo? Estos koans, preguntas que el maestro espiritual hace a su discípulo, suscitan a quien los escucha perplejidad. Te llevan a la ruptura de la lógica y al destierro del intelecto, con el objeto de trascenderlo. Algo te deja perplejo cuando no sabes ubicarlo racionalmente.
Lo mismo sucede con el asombro, aunque se diferencian. El asombro se sitúa más en el estupor. Se trata de una experiencia extática. Mientras la perplejidad produce un efecto de incertidumbre e inquietud, el asombro te deja en suspenso, no hay inquietud.
La perplejidad y el asombro, ambos, se relacionan con la sorpresa. De los tres, aquéllos resultan ser menos habituales en nuestra cultura. La sorpresa nos habla de lo inesperado pero dentro de un contexto referencial. Así, por ejemplo, podemos considerar lo que produce la tecnología, como la llegada del ser humano a la luna. Este hecho no produce asombro en la mentalidad occidental.
Porque, aunque ni siquiera imaginemos determinados inventos o proezas, estamos dispuestos a asumir una cantidad de cosas, en principio imposibles, pero sí factibles. En cambio, un individuo de una cultura ágrafa, no relacionado en modo alguno con la tecnología espacial, podría experimentar asombro, al no poseer referencia alguna en su mapa mental sobre ese tipo de logros tecnológicos.
El asombro, por consiguiente, no procede de la ignorancia (el ciudadano civilizado común desconoce todo sobre la astrofísica) sino de la inocencia ante el fenómeno que lo desencadena.
Del asombro nos habla Aristóteles en su Metafísica, refiriéndose a los primeros que filosofaron y a cómo comenzaron a hacerlo, precisamente, al quedarse maravillados en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y después, al progresar poco apoco, sintiéndose perplejos también ante cosas de mayor importancia, por ejemplo, las peculiaridades de la luna, y las del sol y los astros o ante el origen del Todo. Ahora bien, el que se siente perplejo y maravillado reconoce que no sabe.
Podemos considerar el asombro como una forma de percepción diferente, algo que no proviene de las características especiales que posee el objeto que lo desencadena. Se produce, más bien, por la forma como una persona concreta percibe un objeto. No es, por consiguiente, consecuencia directa de las cualidades de un objeto extraordinario ya que no existe cosa asombrosa en sí misma. Aquél aparece ante la capacidad de maravillarse que posee el ser humano.
El asombro es, en realidad, un don humano que experimentamos infrecuentemente. No tiene su origen en la aparición de estímulos nuevos, contra lo que pueda creerse, sino en la irrupción de una forma diferente de cognición. Por esta razón la rutina no es sino la conversión que realizamos al transformar lo extraordinario de la vida en algo ordinario, o lo que es lo mismo, de convertirla en objeto.
No se relaciona con pequeñas incongruencias (realidades para las que se carece de un esquema racional), sino con grandes incongruencias. Es algo que no puede tener lugar desde la percepción habitual, no se comprende desde lo sabido, resulta inimaginable. Tampoco se trata de una información, ni de un contenido, razón por la que no puede utilizarse como elemento de adoctrinamiento. La capacidad de asombro se relaciona con lo insólito, con lo no sabido. El momento de vivir el asombro no es bueno o malo, tan sólo es. Un bebe no es sino puro asombro, percepción incondicionada ante el mundo que se le presenta. Quizás por ser, precisamente, algo que no posibilita la manipulación, es por lo que no suele estar presente en la acción educativa. Se ha invisibilizado esta cualidad de la naturaleza humana de tal manera que ha quedando relegado en el ámbito académico. El asombro es impensable en la educación convencional, saturada de explicaciones, información y normas. Se trata de algo no enseñable ni evaluable, por más que sí puede suscitarse en el otro una disposición notable a experimentar lo asombroso.
El asombro no genera beneficios. Lo único que produce ganancia es el sobresalto y la incertidumbre. Tal es el caso de la industria del espectáculo, en donde una parte importante de la literatura, el cine y el arte en general, son susceptibles de crear rentabilidad y emociones que nos alteran significativamente con sus universos repletos de incertidumbre, inquietud, suspense y terror.
El asombro, en cambio, se relaciona con lo inédito, lo desconocido, no depende de la voluntad de uno, ni se emparenta con el deseo. No se genera mediante una idea, no es por lo tanto una imagen, ni un concepto. Es más bien algo que te atrapa. No lo puedes controlar, es escurridizo e inusual. Es una forma de percepción indiferente al bagaje cultural que uno posee. El asombro te despoja de los esquemas mentales, te vacía de la manera en que nos han enseñado a recibir el mundo y uno mismo, del hechizo de lo condicionado. Suscita una percepción original al margen del marco de referencia habitual.
Cuando hay asombro se produce el encuentro de lo interno y externo, una conjunción que fractura la frontera entre lo uno y lo otro. En ese momento se produce una apertura a algo nuevo, se abre una puerta en nuestra limitada individualidad. Y gracias a ello puede darse una original conciencia de percepción que provee de la visión directa dotando de una comprensión no ordinaria, pues viola las leyes de lo esperado, la rutina o la reiteración. En el momento en que esto sucede, uno se ha abandonado. El asombro nos traslada a un territorio extraño: nace donde se quiebra el tiempo, posee algo de eterno.
El asombro de vivir, de ser lo que se es, permanece recóndito en uno, escondido bajo la antigua mirada condicionada, pero cuando emerge rompe el patrón de acción-reacción, revelándose y brotando sin tener en consideración el deseo del asombrado.
Un villancico narra la historia de un personaje del belén navideño de la Provenza llamado el Admirado que llega al pesebre con las manos vacías. Es un individuo maravillado por la belleza ante lo que ve. Mientras los demás llevaban distintos presentes, él alzaba los brazos diciendo: «¡Dios mío, que cosa tan hermosa; un hombre que era desgraciado y ya no lo es!» El cautivado no produce nada, no lleva nada en sus manos. Sus compañeros se burlan y le llaman vago, pero entonces la Virgen interviene en su favor: «No les hagas caso, cautivado. Tú viniste a la tierra para admirar. Cumpliste tu misión y tendrás tu recompensa». El mundo será maravilloso, mientras haya gente capaz de admirar.