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Antonio Alvarez-Solís Periodista

La rebelión de las multitudes

Los dos últimos decenios del siglo XX y el comienzo del siglo XXI se han caracterizado por una extensa e intensa rebelión de las multitudes. Ahí se identifica la gran señal de un cambio radical del modelo de sociedad. Ya no se trata de un enfrentamiento de clases -la clase obrera contra la clase patronal- propio del tiempo que va desde el inicio de la industrialización hasta los años setenta de la pasada centuria, sino de una agitación que afecta a muchos ciudadanos descolgados de la estructura social y que podríamos agrupar en la inmensa masa que vive de precario en toda la extensión y multiplicidad del término: precariado laboral, precariado psicológico, precariado moral...

La formulación precisa de esta nueva situación la adelantó ya Toni Negri según reproduce Daniel Bensaïd en su obra «Cambiar el mundo»: «Negri oponía ya el potencial liberador del excluído, del nómada, de todos los exiliados del Sistema al servilismo del trabajador con empleo estable, cuya subordinación al capital sería directamente funcional a la reproducción del Sistema».

Es decir, no se trata ya de la lucha entre la clase poseedora y los desheredados con conciencia de clase adversaria a los poderosos sino de la lucha entre los que pueden habitar el mundo y la sociedad y los que han sido alejados de ambos territorios. En ese párrafo aparece ya prefigurada la realidad combatiente de la multitud que enajenada de un ámbito habitable se declara insurgente a fin de constituirse en mayoría de poder.

Estas multitudes no tienen la coherencia universal de objetivos que tenía la clase trabajadora -¡proletarios de todo el mundo, uníos!- sino que están formadas por una variedad muy dispersa de objetivos, desde materiales a étnicos, desde espirituales a psicológicos o culturales, y están movidas por una aspiración elemental de existencia en un mundo en que no funcionen las exclusiones.

Hay que añadir que esta dilución de la clase trabajadora tradicional -más bien de las clases trabajadoras- en mil modos distintos de manifestarse como multitud se detecta asimismo en la desintegración de la patronal, cuyos componentes medianos y pequeños -por ejemplo los autónomos- han entrado en una fase errática de proletarización. Empresarios de bajo nivel económico a los que se puede convocar con garantía de éxito a una conjunción de la nueva izquierda que se debe situar entre las amplias fronteras de la multitud.

La cuestión estriba, de cara al establecimiento de un nuevo modelo de sociedad, en la búsqueda de una base común para que esta diversa multitud de esquilmados opere coordinada y eficazmente sin reproducir estérilmente la vieja lucha entre las dos viejas clases de poseedores y desheredados.

Se trata, pues, no de conseguir unas mejoras puramente materiales, pasajeras y reversibles, sino de lograr una sociedad en que sea posible la creatividad universal y la posibilidad de un trabajo estable y un vivir sólido y seguro merced a una riqueza colectiva que garantice la cohesión de tantas posibilidades individuales. En una palabra, estamos ante la exigencia de una horizontalidad social en que las interconexiones multilaterales no estén sometidas a la violencia unificadora que ejerce ahora la minoría dirigente.

Las multitudes luchan por la realidad de un solo mundo visible. ¿Y en qué consiste básicamente esa horizontalidad que supere, hasta aniquilarlo, el fascismo que impregna ahora a los grandes poderes sociales que han colonizado profundamente a sectores muy extensos de trabajadores y se han apoderado de las instituciones de gobierno de la sociedad, incluyendo a los mismos sindicatos penetrados de estatalismo? ¿Cómo ha de lograrse un avance aceptable por su eficacia para construir una sociedad válida y voluntariamente interrelacionada; un mundo de multitudes conscientes de sí mismas y poseedoras de una madurez que les facilite la formación y la coherencia necesarias, la organicidad indispensable, para acceder a un saber político que convierta sus aspiraciones en algo orgánico y realizable?

En primer lugar hay que edificar una territorialidad coherente; revalidar un espacio físico determinado por la nación históricamente consciente de sí misma. Lograr un país. Antxon Lafont Mendizabal escribe brillantemente: «El derecho de ciudadanía es el conjunto de derechos públicos y privados que poseen los ciudadanos según el territorio al que pertenecen ¿Se puede entonces ser ciudadano desprovisto de territorio específico identificado? Una de las características culturales de la ciudadanía, la solidaridad ¿cómo se puede desarrollar sin el concepto colectivo de identidad natural? A cambio ¿esa solidaridad es posible en un territorio cuya identidad es de diseño?».

Ya tenemos ante nosotros una exigencia perfectamente entendible: las multitudes precisan un sentido nacional profundo -no de nación-Estado- para convertirse en sujeto histórico-social. La territorialidad coherente hace coherente la reunión de la ciudadanía que ahora está dividida entre los ciudadanos-súbditos que poseen una seguridad otorgada por el poder y los que flotan a la deriva por un océano en cuyas aguas no saben siquiera a que fines profundos sirven, cosa que destruye el alma. A partir de ese reencuentro la multitud abandona la precariedad y se convierte en sociedad.

Lo precario contamina la totalidad de la vida y arruina la salud y el equilibrio vital en su más amplia manifestación. Haber multiplicado exponencialmente la precariedad constituye quizá el crimen más vil entre los cometidos por el neoliberalismo. En la implantación de la precariedad han coincidido todos los poderes sustanciales que hoy conducen la sociedad que vivimos.

Me pregunto muchas veces si las mismas Iglesias pueden tener ya algún sentido dada su pasividad ante la dinámica de explotación sin esperanza en que se vive hoy hora a hora. De ello tendrían que hablar con absoluta entrega los cristianos que han secuestrado en diversas celdas eclesiales la figura y el mensaje de Cristo. Pero esta es ya otra historia de la que deberemos, no obstante, hablar con determinación.

Tornando a la cuestión inicial con que planteé este papel hay que añadir algunas consideraciones acerca de la función encuadradora de la acción social que protagonizan las multitudes. Se trata de la función de los intelectuales. Quizá los intelectuales hayan de modificar su viejo papel de vanguardia ideológica de clase, tal como la clase se considera en el viejo marxismo, para convertirse en instrumento de voz de la izquierda que necesitan las multitudes levantadas.

Porque el verdadero problema radica en que hay que renacer la izquierda con todo su compromiso y su presencia en la batalla. No una izquierda política, absorbida ya por el Sistema, sino una izquierda de sociedad, que opere extramuros de lo institucional a fin de trabajar el orden de ideas y de operatividad que han de manejar las multitudes. Una izquierda que, una vez más, no se utilice simplemente para analizar la sociedad sino para transformarla. Una izquierda de combate material.

La clase trabajadora es volcán dormido como tal clase. Es la hora de las multitudes que de modo informe, aunque con un propósito que día a día cobra luz, han roto a andar la senda de la rebelión. Esa rebelión que teme angustiadamente el poder constituído que se hunde por su parte en las arenas movedizas del mundo que ha creado. Una rebelión que no trata de la justicia social en un mundo adverso sino de otro mundo que por sí mismo signifique no ya solamente esa justicia sino la confortabilidad del ser.

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