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Una brújula de papel para viajes imaginarios

Página a página, en nuestra imaginación construimos mundos imposibles que, en ocasiones, rescatamos de los territorios de la ficción. Gracias a infinidad de narraciones hemos descubierto rutas que han derivado hacia lugares imaginarios a los que regresamos en cuanto sentimos cercana la amenaza de la rutina cotidiana.

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Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

Dictada por una brújula de papel, la ruta de nuestro viaje imposible se inicia entre brumas y bosques de ramaje retorcido. Atravesada por un río de aguas fangosas llamado Miskatonic se encuentra la ancestral Arkham, una ciudad de ficción enclavada en los sinuosos renglones que dejó escritos Howard Phillips Lovecraft en «The Outsider and Others» y «Más allá del muro del sueño» y que el viajero puede visitar cuando haga escala en la zona más recóndita de Massachusetts. Se sabe que esta ciudad, salpicada de episodios terribles, fue fundada en el siglo XVII y que en el valle de piedras blancas que la circunda y en la isla deshabitada del río Miskatonic, se han llevado a cabo extraños rituales. Todo ello está perfectamente datado en la Universidad de Miskatonic, uno de los centros culturales más renombrados de Nueva Inglaterra y que pasa por ser uno de los epicentros de las artes ocultas. Su biblioteca alberga libros tan extraños y peligrosos como el Necronomicón -el libro de los muertos-, escrito por el árabe loco Abdul Alhazred. Se recomienda al viajero que su estancia en Arkham no se prolongue en exceso, ya que se corre el riesgo de sufrir diversos trastornos que lo acompañarán el resto de sus días.

Siguiendo el serpenteante camino que nos aleja de las colinas de Arkham, el peregrino literario topará con las ruinas de una abadía italiana que, desde las alturas de una montaña, gobierna un valle. Siguiendo las indicaciones de un campesino, ascendemos por una pequeña ladera que nos lleva directamente al epicentro de este edificio de arquitectura octogonal y perfecto equilibrio matemático que simboliza la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios. A pesar del incendio que la devoró por completo en 1327, entre sus restos camuflados por el musgo se asoman los muros de la biblioteca, cuyas puertas eran vigiladas celosamente por un bibliotecario que sólo admitía visitas muy restringidas.

Para saciar nuestra humana curiosidad, se podía acceder al interior de la biblioteca a través del pasadizo secreto que partía del osario. De entre sus tesoros más cotizados destacaba el tratado de la comedia de Aristóteles y, para quienes quieran saber un poco más acerca de este edificio fantástico, se recomienda la lectura de «Le Manuscrit de Dom Adson de Melk, traduit en français d'après l'édition de Dom J. Mabillon», que fue escrito por un tal abate Vallet (Aux Presses de l'Abbaye de la Source, París 1842), en el pequeño manuscrito de Milo Temesvar «Del uso de los espejos en el juego del ajedrez» (Tbilisi, 1934) y en la novela de Umberto Eco «El nombre de la rosa» (1980) en cuyas páginas topamos con la singular aventura que el citado Adso de Melk compartió con su mentor, el franciscano Guillermo de Baskerville.

Casualmente, el apellido de este fraile minorita nos remite a otro espacio mágico situado en Dartmoor, Gran Bretaña. La que fuera casa solariega de la familia Baskerville se halla cerca de la aldea de Grimpen y fue visitada entre el 25 de setiembre y el 20 de octubre de 1888 por el célebre detective Sherlock Holmes y el doctor John H. Watson. Según nos recuerda Arthur Conan Doyle, en «El perro de los Baskerville», los servicios de Holmes y Watson fueron contratados para resolver el caso relacionado con un temible sabueso fantasmagórico que acechaba desde los páramos desolados que bordean la mansión.

Siguiendo nuestro paseo por edificaciones misteriosas, el viajero tendrá la oportunidad de satisfacer su curiosidad mórbida en cuanto cruce el umbral del castillo de Barbazul. Según detalla Charles Perrault, este castillo se encuentra en el Estado francés y debe buena parte de su fama a su lujoso mobiliario y espejos enmarcados en oro. Se recomienda al viajero, sobre todo si es mujer, que mantenga su prudencia al máximo cuando visite sus aposentos ya que uno de ellos, al que únicamente se accede gracias a una pequeña llave de oro, esta fúnebremente decorado con los cuerpos en descomposición de las mujeres que Barbazul asesinó.

La sorpresa aguarda al viajero en cuanto hace un alto en las Tierras Altas escocesas y de entre la bruma se asoma el pueblo llamado Brigadoon. La principal singularidad de este lugar, al que únicamente se accede por un puente de piedra, es que sólo es visible ante nosotros una vez cada cien años. Se sabe que en el año 1953, el único día de vigilia del pueblo en el siglo XX, llegaron a este lugar dos cazadores norteamericanos. De este suceso fue testigo el cineasta Vicente Minnelli cuando, en el año 55, atrapó con su cámara este episodio que pertenece a un tiempo pasado en el que los besos eran musicales, en technicolor y enmarcados en scope.

Atrás quedan las brumas de las Highlands y en los valles del sur de Gran Bretaña, atruena el galope de los caballeros que se dirigen raudos a la capital de Logres, Camelot; el reino de Arturo Pendragón. Cruzadas las murallas, topamos con una fisonomía que no difiere mucho de las estampas medievales: las casas son pequeñas, de piedra y techumbre de paja. Atravesado el laberinto de callejas, se alza un castillo erigido en la cima de una colina que domina el río. Cuenta la leyenda que la sala más grande de este castillo fue construida por el mago Merlín, a quien el visitante todavía podrá ver dormido en la cueva conocida como el Sepulcro. En esta gran estancia se encuentra la Mesa Redonda alrededor de la cual se sentaron los caballeros más virtuosos de la tierra. Durante años, los caballeros que integraron la Hermandad de la Mesa Redonda emprendieron la búsqueda del Santo Grial y sólo tres demostraron ser lo bastante virtuosos como para poder contemplar esta reliquia custodiada en la fortaleza de Corbenic. Durante siglos han sido datadas las leyendas que albergó Camelot en escritos como «La Mort le Roi Artu» (Anónimo, siglo XIII), «Le Morte Dartur» (Thomas Malory, 1485) o «Un yanki en la corte del rey Arturo», la novela en la que Mark Twain relató la aventura que vivió en Camelot un humilde mecánico estadounidense.

También el escritor italiano Italo Calvino barajó la posibilidad de que el viajero-lector, siempre ávido de nuevas odiseas, recalara en lugares tan inhóspitos como Argia, una ciudad ubicada en Asia y que tiene la peculiaridad de que en vez de aire tiene tierra. La arena cubre por completo las calles y las habitaciones están cubiertas de arcilla. Descrita de esta manera en «Las ciudades invisibles», el viajero advertirá que, desde la distancia, Argia se asemeja a un desierto pero, por la noche y si pega su oído al suelo, podrá escuchar una puerta que se abre y se cierra.

Nuestra siguiente etapa requiere de una gran pericia y únicamente es recomendable para quienes se consideran buenos caminantes. A lo largo de su obra, J. R. R. Tolkien recreó un inmenso territorio imaginario que tiene en la llamada Tierra Media su gran epicentro. Situada al este de Belegaer, el gran mar que la separa de la Tierra de Aman en el noroeste del mundo conocido, las costas desiguales de la Tierra Media se extienden a lo largo de miles de kilómetros en dirección noroeste-este, desde los desolados yermos nevados que rodean Forochel, hasta la Bahía de Belfalas al sur. Según narran las leyendas de la Tierra Media, el mundo fue creado por la música de Eru, el Unico. Entre músicas hermosas, atonalidades y discordancias se orquestó un imaginario de criaturas que a lo largo de las cuatro edades en las que se divide su historia, tuvo su episodio más relevante en la misión compartida por dos hobbits que unieron sus esfuerzos para arrojar el Anillo Único al Fuego del Monte del Destino.

Para quienes opten por una singladura a través de océanos habitados por sirenas y demás criaturas que acechan al viajero desde los insondables fondos marinos, recomendamos dirigir nuestro rumbo hacia la Isla del Anciano del Mar. Según relatan algunas cartas marinas extraídas de «Las mil y una noches», esta isla perdida en mitad del océano Indico es el refugio del Anciano del Mar, un personaje que siempre permanece sentado junto a una noria y que aguarda pacientemente a que un desdichado se cruce en su camino para convertirlo en su bestia de carga. Cada vez que alguien se apiada del anciano y lo carga sobre sus espaldas, este rodea con sus piernas huesudas el cuello del incauto y lo aprieta hasta dejarlo inconsciente. Simbad el Marino fue uno de los pocos que logró burlar la vigilancia de este esclavista sin escrúpulos.

Si el viento nos es propicio, partiremos rumbo al suroeste de Sumatra, a la Isla de la Calavera. Echada el ancla y pisada la playa, el viajero descubre los restos de un poblado que, tiempo atrás, fue habitado por una tribu salvaje cuyo único cometido fue cuidar el enorme muro que los protegía de su dios Kong, un gigantesco gorila al que, periódicamente, ofrecían una muchacha. Sólo una vez el dios Kong abandonó su isla y esta experiencia derivó hacia una tragedia escenificada en las alturas del Empire State neoyorquino. Capítulo a capítulo, el viajero-lector prolonga su viaje interminable a través de paisajes cambiantes descritos en negro sobre blanco.

Cercano pero inaccesible al mismo tiempo
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