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No es tan difícil cambiar la Constitución

El anuncio de la reforma constitucional exprés que pretende dar máximo rango legal al techo del déficit público sigue generando suspicacias en torno a su alcance, amplios rechazos sobre la forma en la que se ha fraguado y ha resucitado los viejos fantasmas sobre un nuevo golpe de Estado centralizador. A falta de conocer la letra pequeña del acuerdo entre el PSOE y el PP, la primera constatación es que ha sido tomado bajo máxima presión externa. Si Euskal Herria, desde posiciones socialmente mayoritarias -o incluso refrendadas por la ciudadanía, como en el caso catalán- plantease una reforma de la carta magna española, la respuesta sería conocida: es intocable y sacrosanta. Si la exigencia viene del eje franco-alemán, ésta se hace sobre la marcha, frívolamente, sin plan ni proyecto. Se toca y se trastoca, sin debate público previo, grabando con martillo y cincel los nuevos deberes que exigen los mercados, borrando los derechos sociales o históricos escritos a rotulador deleble. El mito, por tanto, cae por su propio peso y deja al descubierto la trampa utilizada para imposibilitar las legítimas aspiraciones de cambio social e independencia nacional.

Constitucionalizar el límite de deuda no sólo supondrá más recortes en sanidad, educación, servicios domiciliarios, servicios sociales, vivienda social, pensiones y otros componentes del llamado estado del bienestar, sino que también supone la liquidación del autogobierno, amputar la capacidad de decisión a nivel de deuda y déficit al Convenio y al Concierto Económico. Limitados esos instrumentos tan claves para la cohesión social y nacional de este país, con una involución muy grave que apunta a un choque de trenes, ningún abertzale, nadie con sensibilidad social y aspiración de libertad para Euskal Herria puede avalar un propósito de esa naturaleza.

Frente a esta coyuntura, cobra sentido la necesidad de unir fuerzas, pensar como país y actuar con una posición común. España nunca ha estado tan débil. Pocas veces se encontrarán tantas razones y condiciones para intentarlo. No se puede condenar el futuro político.

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