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Palabras cargadas de pólvora

En el imaginario cinematográfico siempre se rememora el Hollywood dorado de los grandes estudios. Tras el brillo de las estrellas y el glamour perfectamente calibrado por los grandes jefes de estudio, se tejieron verdaderas batallas campales y duelos dialécticos que figuran entre lo más ingenioso y mordaz del Olímpo del celuloide. No se trata de frases ni citas célebres de películas, pero por su contenido ácido son merecedoras de ello.

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Koldo LANDALUZE

Para iniciar nuestro recorrido nada mejor que acercanos a los despachos de los grandes estudios de aquel Hollywood dorado, un Olímpo habitado por estrellas irrepetibles que fue gobernado con mano férrea por poderosos magnates de la Industria como Jack Warner, Samuel Goldwyn o David O. Selznick. Una breve estancia en cualquiera de sus lujosos y amplios despachos, suponía un cursillo intensivo de lenguaje viperino, donde la mordacidad alcanzaba cotas extremas. Eran seres que únicamente rendían pleitesía al poderoso Caballero Dólar y ello los convirtió en semidioses capaces de crear o destruir estrellas con tan sólo un chasquido de sus dedos o un simple comentario como el que enarbolaba Samuel Goldwyn: «Dios crea a las estrellas, de los productores depende contratarlas».

Dejándonos llevar por la imaginación, descubrimos que en este preciso instante, el cineasta Raoul Walsh ha salido del despacho del temible Jack Warner. El cineasta relata el comentario dedicado por el jefe de estudio: «Warner ha dicho de mi: `Para Raoul Walsh una escena de amor es quemar una casa de putas'». Los hermanos gemelos Julius J. y Philip Epstein trabajaron como guionistas asalariados de la Warner y participaron activamente en la elaboración del guión de «Casablanca». En cierta ocasión, ambos recordaron esta secuencia: «Trabajábamos sólo dos horas al día. Un día llegamos a la una y media o a las dos y nos tropezamos con Warner. Muy enfadado nos dijo: `¡Lean su contrato! Los presidentes de los bancos entran a trabajar a las nueve y ustedes se presentan por la tarde!'. Teníamos un guión a medio acabar en nuestro despacho. Se lo enviamos, diciéndole: `¡Que se lo acabe el presidente de un banco!'».

Jack Warner se encuentra reunido con su jefe de producción Hal B. Wallis. Está ultimando los preparativos de una serie de proyectos destinados a su actor Paul Muni, todo un experto en filmes autobiográficos. En un momento determinado, el productor replica a Wallis: «No importa qué tipo de personaje histórico sea, cualquiera menos Beethoven. Nadie quiere ver una película sobre un compositor ciego!». Cuando Jack Warner leyó el original teatral de Edward Albee «¿Quién teme a Virginia Wolf?» cuya adaptación cinematográfica iba a ser rodada por Mike Nichols y protagonizada por Elizabeth Taylor y Richard Burton, organizó de inmediato una reunión urgente con sus colaboradores. Uno de los presentes recuerda esta escena: «En aquella reunión se redactó una lista de palabras a eliminar, entre ellas trece `me cago en Dios', doce variaciones de Cristo y Jesús, tres `cabrón', siete `maricón', cuatro `joder', cuatro `hijo de puta' o `de perra', dos `polla' y un `cojón derecho', además de expresiones como `debería haberlo hecho en el catre' y `sobre la alfombra del salón'».

Algunas de las frases más afiladas que han sido dedicadas a los todopoderosos hermanos Warner fueron las que el genial Groucho Marx legó para la posteridad en una carta que envió a la compañía Warner Bros. tras haber recibido un documento legal que advertía a los hermanos Marx del proceso judicial que les aguardaba si incluían el nombre de Casablanca en su película «Una noche en Casablanca»: «Afirmáis -repondió Groucho- que poseéis Casablanca y que nadie más puede utilizar ese nombre sin vuestro permiso.¿Qué me decís de Hermanos Warner? ¿También lo tenéis en exclusiva? Probablemente, tenéis derecho a utilizar el nombre de Warner, pero, ¿y el de Hermanos? Profesionalmente, nosotros éramos hermanos mucho antes que vosotros. Incluso aunque proyectéis reestrenar vuestra película «Casablanca», estoy seguro de que el espectador vulgar tendrá tiempo suficiente para aprender a distinguir a Ingrid Bergman de Harpo. Yo no se si podría, pero desde luego me gustaría intentarlo».

Ahora le toca el turno al despacho del no menos todopoderoso Samuel Goldwyn. Ahora mismo se encuentra reunido con Billy Wilder. Goldwyn: «¿En que andas trabajando actualmente?» Wilder: «En mi autobiografía». Goldwyn: «¿Y de qué trata?». Mientras Wilder se aleja del estudio con un gesto que entremezcla la sorpresa y la risa, las secretarias se sobresaltan en cuanto escuchan un bramido que proviene del despacho de su jefe. Con el rostro enrojecido por la furia, el jefe de estudio Goldwyn agarra por la solapa al ex actor y productor Frank Ross cuando se entera que su esposa Jean Arthur está embarazada y no puede actuar junto a Cary Grant en la película «La mujer y el obispo»: «¿Sabes lo que has hecho, desgraciado? -grita Goldwyn- ¡No la has jodido a ella! ¡Me has jodido a mi!». Tras una acalorada entrevista, Billy Wilder intenta apaciguar al volcánico Goldwyn y éste le replica: «¡Yo no tengo infartos yo los provoco!».

El cineasta de origen vasco Henri d´Abbadie d´Arrast también sufrió en sus propias carnes al sarcasmo de este magnate de Hollywood. Abbadie: «Usted y yo no hablamos el mismo lenguaje». Goldwyn: «De acuerdo. Pero es mi dinero el que está pagando el lenguaje».

Tercer despacho, David O. Selznick -productor de «Lo que el viento se llevó»- entra en escena. En su flamante despacho conversa con el compositor Dimitri Tiomkin acerca de la banda sonora de «Duelo al sol». Selznick: «Me va a odiar usted por esto, pero no me sirve. Es demasiado bonito». Tiomkin: «¿Qué es lo que le molesta, señor Selznick?». Selznick: «No, gustarme, sí me gusta, pero no es música de orgasmo. No es un ñaca-ñaca. No es mi manera de follar». Tiomkin: «Señor Selznick, usted folla a su manera y yo follo a la mía. En mi opinión es música de follar». Selznick respondió de esta manera a Katharine Hepburn cuando le negó el papel de Sacarlett O´Hara: «Simplemente, querida, no me imagino a Clark Gable corriendo detrás de ti durante diez años».

Abandonamos los despachos para visitar los platós de rodaje. En cuanto el motor de la cámara calla, las balas se asoman por boca de actores, cineastas y guionistas. Todo ello forma parte de la trastienda que da sentido a la llamada magia del cine. En pleno descanso, durante el rodaje de «Náufragos», la actriz Mary Anderson se sienta junto al Mago del Suspense y le pregunta: «Señor Hitchcock, ¿Cuál cree usted que es mi mejor lado?». Hitchcock le responde: «Querida, está usted sentada sobre él».

Spencer Tracy tenía un contrato especial según el cual podía vetar al director o a la actriz protagonista de sus películas. Tracy pidió que contrataran a Davis para «Veinte mil días en Sing Sing» de Michael Curtiz. Entre ambas estrellas se estableció este diálogo. Tracy: «Podrías ser la mejor actriz del momento. Rectifico. Eres la que tiene más talento». Davis respondió fiel a su estilo: «Absolutamente cierto. Pero ¿quiénes somos nosotros contra tantos?». En aquel Hollywood dorado fueron legendarias las constantes disputas que Bette Davis mantuvo con Jack Warner. Éste no dudó en calificarla de adúltera, asesina, egolatra, lúbrica, torturadora... Ella, con su eterno cigarro entre los labios y aquella mirada magnética, se limita a mantener su particular código de conducta: «Cuando el público me ve en la pantalla, está viendo muchos años de sudor. He llegado a la cumbre a fuerza de mucho arañar, e incluso hubiese empleado el asesinato para conseguirlo». Todavía hoy mantenemos viva en la retina del recuerdo el último y definitivo paseo triunfal que La Loba regaló a Zinemaldia en el año 89. Durante su estancia, nos brindó destellos de su magia pasada cuando confesó a Diego Galán: «Me habéis devuelto la vida» o cuando afirmó: «Los sesenta años se llevan muy bien; los setenta son algo más pesados, pero vivir los ochenta es algo realmente horroroso».

Judy Garland rememoró de esta manera el sistema esclavista impuesto por Louis B. Mayer -quien se refería a Garland como «mi querida jorobadita»- en la larga lista de películas que protagonizó junto a Mickey Rooney: «Nos hacían trabajar de noche y de día, sin parar. Nos administraban pastillas estimulantes para que nos sostuviéramos en pie mucho tiempo después de encontrarnos extenuados. Luego nos llevaban al hospital del estudio y nos ponían fuera de combate con pastillas para dormir. Mickey Rooney derrumbado en una cama y yo en otra. Luego, al cabo de cuatro horas, nos despertaban y volvían a administrarnos pastillas estimulantes a fin de que pudiéramos trabajar otras 72 horas. Seguidas. La mitad del tiempo parecía que estábamos en las nubes, pero el sistema se convirtió en nuestra forma de vida».

Como telón a esta escenografía de frases cargadas de vitriolo, nada mejor que rememorar la escena macabra que una cuadrilla liderada por el cineasta Raoul Walsh, Humphrey Bogart y Peter Lorre dedicó a Errol Flynn. Uno de los presentes -Paul Henreid- la recordó de la siguiente manera: «Sabíamos que Flynn regresaría tarde a su casa, así que sobornamos a los empleados de la funeraria y nos llevamos el cadáver de John Barrymore por unas horas. Lo colocamos en el sillón favorito de Flynn y nos escondimos. Antes de eso, le dijimos a su mayordomo que le sirviera una copa y un café caliente a Barrymore porque así recobraría el conocimiento. Cuando Errol Flynn regresó a su casa, se dirigió al bar, saludó a Barrymore, dio tres pasos y de repente se quedó petrificado. Se precipitó sobre la silla, tocó a Barrymore y dio un salto. Cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido dijo `¡Vamos, hijos de puta, salid fuera!'».

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