Carlos GIL | Analista cultural
El nombre
Decir rosa es una manera de encantar. El nombre de una cosa es la misma cosa, cuando la cosa tiene nombre. Hay nombres que saben a hierba o a mar. Los hay que huelen a caramelo. Escucho tu nombre y me pongo a cantar tangos. Nombrar debió ser antes que el gran estallido de materia. Se llenó el agujero negro de nombres y se expandió el universo. Los objetos buscaban una identidad y se nombraron así mismos. La luz salió la primera y se bautizó presuntuosa porque había oído a alguien pedir fuego. Tardaron siglos en aparecer dioses, ruedas, amor, culpa. Un hombre se llamó elegido y se subió al cocotero para hablar con las nubes que esperaban turno en el registro. La lluvia se resistió a ser nombrada porque quería ser agua, río, cascada o mar.
Una asistente del dentista me dijo de niño que mi nombre significaba guapo en una lengua remota y me sacaron la muela sin anestesia. Después me obsesioné tanto con el santoral que tuve que apostatar para volver a atender por mi propio nombre. Qué solemne tristeza la inercia de poner el nombre del santo del día. Casi tan penoso como el ejercicio de singularidad actual. Para cada recién llegado un nombre rebuscado en el fondo de armario de la mitología, la leyenda o la tendencia. Abusos de lesa potestad.
La confusión llega cuando dices festival. Y le añades internacional Y después le vas acoplando cine, teatro, danza o música de manera aleatoria. Entonces huele a chamusquina. A exageración. Como decir fábrica de churros que huele a aceite de colza. Yo repito festival, festival, y me suena a hueco. Voy a probar con mayúscula: Festival. Ahora veo el destello del euro.