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Iñaki URDANIBIA | Doctor en Filosofía

Avatares de la indignación

De un tiempo a esta parte la indignación ha salido a la superficie al por mayor en distintos países y geografías. El Estado español, Grecia, Londres, Italia, Israel, sin olvidar naturalmente los países árabes, se han convertido en exaltados escenarios en los que se han expresado inequívocas muestras de descontento. Este clamoroso enfado, con sus particularidades locales, se ha movido, puestos a buscar un mínimo común denominador, debido al cabreo por el modo de hacer política, a la estafa que supone que la soberanía popular -expresada en las urnas- esté puenteada, sustituida por el dominio absoluto de los mercados y sus dueños. Tampoco falta la referencia disgustada al uso y abuso de los cargos públicos para medrar, etc.

Por todo ello se ha gritado por las calles y plazas haciendo hincapié en que no se había de utilizar la violencia sino siempre dentro de los límites democráticos (como sinónimo de no-violencia). Sin entrar en palabras mayores, muchas de las reivindicaciones de los concentrados en diferentes lugares apuntan a reclamar una mayor justicia y ciertas reformas que conviertan la democracia representativa en más democrática y representativa (que no directa o participativa), y en cierto sentido aspirar a un «capitalismo con rostro humano», más moral vamos, como han demandado algunas bellas almas filosóficas (Comte-Sponville), teológicas (el Vaticano), u otras en el campo de la política como la del actual presidente de la République, el marido de Carla Bruni.

No es la pretensión de estas líneas entrar en un análisis sociológico ni político del fenómeno de la «indignación», sino simplemente trazar algunas pinceladas relacionadas con el asunto y con algunos puntos débiles de sus presuntos pontífices.

Empezando por el principio, no les falta razón a los humildes editores de Montpellier -que publican clarificadores cuadernos sobre los gitanos, entre otros temas de rabiosa actualidad e interés- en arrogarse cierta responsabilidad en el fenómeno de las movilizaciones que bajo esta etiqueta han brotado por doquier, realmente fueron ellos los que convencieron al nonagenario Stéphane Hessel para que escribiera su invitación a la indignación, panfleto que fue publicado por «Indigène éditions» hace como un año; también es cierto que este breve texto se convirtió con rapidez en pequeño manual para uso de cualquier indignado que se preciase, confirmando aquello que dijese el otro de que unas ideas si toman cuerpo en las masas se convierten en una poderosa fuerza material, como así ha sido.

Ahora bien, de ahí a mantener ciertos comportamientos que desprenden cierto tufillo de desmedido protagonismo y de cierta tendencia a monopolizar una cierta ortodoxia del asunto, sólo hay un paso que parece haber sido franqueado con amplitud tanto por ciertas declaraciones de los mentados editores como por el propio Hessel que ha adoptado en algunas ocasiones -por ejemplo con motivo de las movilizaciones ante el Parlament de Catalunya- la figura del santón o juez que indica lo que se puede y se ha de hacer como si fuese él el dueño en exclusiva de la esencia de la indignación misma, como si de una idea platónica se tratase.

Las movilizaciones, en cuyo origen y desarrollo reitero que no pretendo entrar, sí que se presta a ciertas reflexiones tangenciales: por una parte, están quienes apoyaron el movimiento pensando que podía servir para tumbar al gobierno de los madriles, estos se desmarcaron a la carrera al ver que aquello no respondía a su espíritu «popular» sino que iba mucho más lejos y con aires poco elegantes, y ellos buenos son para tratar con pordioseros; por otra, los intentos de asimilar el movimiento o al menos algunas de sus reivindicaciones, han surgido en los guiños programáticos, por ejemplo, del siempre veloz y sinuoso Alfredo Pérez Rubalcaba.

Si el bueno de Hessel llamaba a indignarse y más tarde a organizarse, ya que con lo primero no bastaba por lo visto, ahora la noticia de que el que fuera resistente y diplomático gaullista llama a apoyar la candidatura de Martine Aubry para las elecciones presidenciales del año que viene, la verdad es que me descoloca bastante, a mí al menos, más todavía lo hace su profundización posterior en dicha línea propagandística al elogiar a Zapatero y Rubalcaba en su reciente visita hispana; y me explicaré. Da la impresión que para semejante indignado viaje bastaba con alforjas menos ruidosas y llamativas, más posibilistas y conformistas (¿Tocqueville, Strauss, Popper, Aron, Hayek, Rawls, etc...?), y compañías de menos riesgo que las de los Felipe González, Tony Blair, Lionel Jospin, Carlos Andrés Pérez, Bettino Craxi, Papandreu, Ben Alí, Mubarak -estos dos caídos en desgracia después- y otros cabecillas de la flamante internacional socialdemócrata, la IIª Internacional (y no nombro al fogoso Dominique Strauss-Kahn). Nada desde luego de «tomar el cielo por asalto» sino de expresar el inequívoco apoyo a quienes -como todo socialdemócrata patentado- aceptan de manera absoluta las reglas que marcan los poderosos y que se imponen a la esfera de lo político y lo social haciendo que la primacía de lo económico, en última instancia, subrayada por Marx, parece quedar absolutamente confirmada.

El sometimiento a tales leyes del neoliberalismo salvaje, hace que dichas leyes parezcan quedar convertidas en leyes ineluctables, como si de leyes de la naturaleza se tratasen; así su complaciente aceptación denota el fin de cualquier rebeldía que se precie. Otra cosa bien distinta sería, aun moviéndose dentro de los límites de un realismo romo, protestar por el injusto y nada democrático estado de cosas a pesar de que se pensase que no hay nada eficiente que hacer en contra, y chillar airadamente como cuando a uno le pisan un callo aunque el que se lo pise sea el mismo Mike Tysson, la protesta surge aun desistiendo de antemano al descabellado propósito de tumbarlo a hostias. Queda de este modo la proclamada indignación en mera repetición de la repetición, en mosqueo flou.

Llamar a indignarse y luego a organizarse en las filas de los neoliberales de izquierda -los autodenominados «socialistas»- parece de una flojera absoluta y de algo carente de cualquier novedad con respecto a cómo funciona la política en las democracias formales (cierto es que no parece haber otras, pero al menos como horizonte se puede soñar o desear «otros mundos posibles»...); es decir, a pesar de las airadas palabras, el resultado viene a reducirse a más de lo mismo; valga como ejemplo de la laxitud que señalo sus increpaciones con respecto al FMI, organismo que hasta hace nada ha estado dirigido por un socialdemócrata, colega de los anteriormente nombrados y así de él mismo.

Cierta coherencia y radicalidad deberían, al menos, señalar el camino de un rechazo a la aceptación sin más de las leyes impuestas por el mercado y el capital, y gestionadas, en parte, por el mangoneo de los políticos de oficio (y de beneficio), y ello sin necesidad de llegar a la aceptación tal cual del dicho de Proudhon de que «la propiedad es el robo».

Si en su momento, con ocasión de la aparición del texto hesseliano, saludé a pesar de sus gratuitas y algo insustanciales, por huecas, argumentaciones, como un plausible llamamiento al descontento ante el lamentable estado de cosas, viendo el derrotero que acabo de señalar (¿podía esperarse otro?) la decepción se convierte en mayúscula, pues da la impresión de que la alharaca montada se queda en simples parole, parole, y a uno se le queda un careto de «¿esto era todo?».

Sin tanto meneo mediático y promocional ya había quienes hace años había subrayado con razón que: «siempre hay razones para rebelarse»( era Mao Zedong quien lo decía y que se me excuse la intempestiva alusión), como también lo dejaron expuesto con nitidez otros, como por ejemplo el bueno de Albert Camus, cuando aprovechaba el célebre dicho cartesiano para transformarlo en «me rebelo, luego somos».

Dicho lo dicho y tomando en consideración la trayectoria apuntada, con semejantes posiciones, al que esto escribe le parece que la indignación proclamada, a bombo y platillo, se queda en un mero cabreo del tipo: «¡mecachis la mar, que me enfado mucho, pero que mucho mucho! ¿eh?».

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