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Iñaki Egaña | Historiador

«I believe in you»

Hay un pueblo al norte de Garazi en el que brota un arroyo que tiene nombre de valle, Harana. Las madrugadas son estrelladas cuando en verano suspira el viento del sur y desde las lomas del Baigura, en las noches más claras, los brazos de Centauro y Perseo de la Vía Láctea abrazan las sombras del Pirineo. Desde el otoño, la humedad se pega a la hierba mientras los helechos cubren las cunas de la vida más diminuta, hasta que en primavera salen las mariposas de su letargo. Esas mismas mariposas cuyo nombre en euskara, pinpilinpauxa, fue elegido el más hermoso entre miles.

Maddi nació en ese pueblo al norte de Garazi, Heleta, el mismo día que una rumana llamada Nadia, gimnasta años depsués, y una americana de nombre Michaela a quien el futuro le depararía convertirse en una reputada violinista. Maddi creció con la sonrisa en sus labios, rodeada de amigos de juegos y algo más. Nadie supo de ella, no tocaba el violín, ni se colgaba de una barra, hasta que, con 24 años, se fugó de la cárcel de Pau, en compañía de Gabi. Un año más tarde, detenida por los gendarmes, perdía su preciosa vida arrollada por el tren. No sé que fue de Nadia, ni de los acordes de Michaela, pero guardo el recuerdo de Maddi envuelto entre los brazos de Centauro y Perseo con permiso de la lluvia compañera.

Aquí estamos en un trozo de tierra, sin más defensas que las trincheras naturales de los nuestros, con la esperanza de la llama que arde, ya que más vale ser rescoldo que marchitarse. Aquí estamos, sintiendo los últimos hálitos de Mertxe Martín, refugiada en un falso refugio porque dejó de serlo. «Vamos a ver juntos donde se hace el Sol», recitó Gabiela Mistral. En Astigarraga. Mertxe, 16 años apenas, enturbiada por la niebla matutina antes de ser recuerdo en nuestro recuerdo, mirada con brillo. Rematada por miserables con apellido fascista.

Supe por aquel hijo que no tuvo, que de sobrevivir habría concluido en una mazmorra lejana, cubierta la sangre con arena, como en una plaza de toros, y quizás, mancillada por funcionarios de gorra de plato. Supe por aquella hija a la que no llegó siquiera a soñar que, parca en palabras, no tuvo reparo en coger un fusil y subir hasta el parapeto más intrincado y, por tanto, más inseguro. Y supe, por ellos, que su sangre de niña se deslizó entre los caminos hollados por adultos.

Conocí a Maite desde que estudiaba en el colegio de monjas, que luego abandonó. Cuando tocaba la guitarra y el piano, y se instruía en el instituto de Txurdinaga. Conocí sus inquietudes, sus ansias de correr hasta la meta en el menor tiempo posible. Sus ganas de cerrar siglos de ingnominias y su fe en sus compañeros. Fiel a ellos, a sí misma. Hasta que, junto a Rafa, perdió la vida.

Su admiración por el euskara que aprendió como tantas otras. Su respeto por los suyos, tal y como recitaba Maialen Lujanbio: «Gogoratzen naiz lehengo amonen zapi gaineko gobaraz. Gogoratzen naiz lehengo amonaz gaurko amaz ta alabaz», Amerria, la patria de la madre. Y tal como cantaba Maialen, un día, al estilo de las brujas de Zugarramurdi o quizás de las de Anboto, las veremos llegar, «Euskal Herriko lau ertzetara itzuliko gara gabaz».

María, la madre de Ángel, recibió de su hijo el calor imposible, la intranquilidad eterna unas horas antes de que fuera ejecutado aquel 27 de setiembre de hace ahora demasiados años para llorar, apenas unos cuantos para olvidar. La otra María, la madre de Jon, no viajó a Barcelona antes de que matarán a su hijo ese mismo día, aunque recordó, con detalle, los meses en el que lo arropó en su vientre. Ambas se conocieron en la espera y en la despedida. «Deja que cure el dolor de la oscuridad», cantaba Mercedes Sosa.

Rosi y Marisol, como las madres de Ángel y Jon, se unieron por el dolor. O mejor. O peor, sus familias se unieron por el dolor. Murieron al reventarles la bomba destinada al INEM, en Sestao. Rosi, de Barakaldo, Marisol de Ermua. En la lista de la precariedad, en las colas de los desamparados, trabajo, sudor y lágrimas. El hierro, el acero que forjaron hombres... y mujeres que desaparecieron de los libros y reaparicieron en las luchas, siempre con modestia.

«No sé cómo irme ni cómo llegar -le diré cada vez que intento cruzar un espejo- el mundo del otro lado me dice que es demasiado tarde», versaba Ana Wajszczuk de su amada Varsovia. Y me surge la duda, en la calidez de mis escondites y plagada de vientos que llegan desde el Serantes, si entre las ruinas de Euskalduna, o entre las lumbres de siderita de Gallarta, no habrá miles de espejos con los rostros de Rosi y Marisol, reptiendo hasta el infinito su deseo de terminar con tanto canalla. Y la duda me anima a seguir adelante.

Dime Bakartxo que sigues esperando a la cita, nerviosa, alterada por el retraso. Dime que todo lo que pasó después es un mal sueño. Porque quiero recordar tu sonrisa junto a la brisa que entra desde Monpás e invade todo ese barrio al que dieron el nombre de un empresario taurino, como si sus credenciales económicas fueran suficientes para dejar huella en la piedra.

Dime Bakartxo que ni Luis Mari, ni Satza acudieron a la cita, que todo aquello no es sino el eco de otros tiempos de guerra, el olor áspero de la pólvora, el sonido insoportable del traquetear de la pistola. Dime que sigues tomando ese café cargado con unas gotas de leche fría y que al abrir las ventanas de tu casa te emocionas aún con los cantos infantiles de las niñas de la ikastola vecina. Dime que esa ventana no se ha cerrado jamás.

Y cuando me lo digas, te contaré los sueños de Lutxi, los míos. El espanto de la tragedia que asoló su pequeño pueblo al borde de los desagues de Urrunaga, cuando decenas de niñas de otra escuela como las que Bakartxo admiraba, dejaron de ser niñas para convertirse en pesadilla. Bombas sin nombre, pero con el apellido de insignes familias fascistas.

Te contaré los sueños que me trajo Lutxi de Nicaragua, de su revolución sandinista, de sus mujeres, del color al maíz y del sabor del maracuyá, de las grietas en las mansiones centenarias y de las iguanas subiendo por las paredes de la tienda de campaña. Te contaré los sueños de amor de Lutxi, de amor por su pueblo, y recitaremos juntos aquellos versos de Gioconda Belli: «¿Te acordás de la última vez que creímos poder iluminar la noche?». Lutxi, que cayó en Trintxerpe.

Y así, con los sueños de Lutxi, desde la ventana abierta de Bakartxo, escribiremos letras de amor, de recuerdo y de esperanza. Recitaremos poemas de Maya Angelou, Anais Nin, Alice Walker, Madeleine Jauregiberri o Itxaro Borda. Y como escribió Sorne Unzueta, nacida con el XIX en Abando: «Zer dauko gau honetan, neure herriak? Ikusten dot inoiz baino argiagoa». ¿Qué sucede en mi pueblo al que veo más lúcido que nunca?

Hay un pueblo al sur, al este, al norte y al oeste de Garazi, en el que brotan decenas de arroyos con nombre de mujer. Cuando las noches son claras, y el viento se desliza por los valles más bajos, el cielo se despeja y en su negritud, nos enseña los cúmulos, las galaxias, las constelaciones... repletas de estrellas con nombre femenino, Andrómeda, Vega, Casiopea, Hadar... Estrellas a las que una vez, con atrevimiento, pusimos los epígrafes de nuestra tierra, desde que Mertxe subió a aquella trinchera destartalada, olvindándonos de nomenclaturas académicas.

Hay un pueblo al sur del Adur, al norte del Ebro, viejo y arrugado, joven y activo, sostenido por manos de mujer y por brazos de madre. Que se apega a un trozo de tierra y que canta en una lengua milenaria. Que, a pesar de que se ha vuelto descreido, sigue una senda ya trazada. «Zugan sinesten dut», decía el poeta, «I believe in you», entonaba una cantante australiana. Me resisto a pronunciarlo en castellano, «Creo en ti», porque resuena como si viniese de un valle bíblico.

Aunque fuese Elah, donde David venció a Goliat, prefiero el nuestro, como el del arroyo de Heleta, Harana, donde un gesto de Maddi fue suficiente para convencernos hasta la eternidad.

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